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María Victoria Furtado, con la foto de su hijo José Manuel Tena, de 12 años. :: Brígido
«La condena la sufrimos nosotros»

«La condena la sufrimos nosotros»

Más allá del intermitente, o la velocidad, el juicio por el accidente de Monterrubio es también la historia de unos niños apasionados por el fútbol

Antonio gilgado

Domingo, 20 de noviembre 2016, 00:43

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José Manuel no estaba para jugar. Llevaba varios días con una brecha en la cabeza. Tropezó con un cable en la clase de informática del instituto y se golpeó con la ventana. Baja para el partido contra el Herrera del Duque.

Fue lo primero que le dijo su madre antes de salir de casa el 8 de mayo de 2014. Nada de ponerse de portero. El niño cogió el bocadillo y lo metió en la mochila. Solo quería acompañar a sus compañeros de equipo en el partido más importante de la temporada. Se jugaban la fase de ascenso. Le insistió en que no se pondría los guantes, pero los llevaba escondidos en la mochila.

Portero titular durante toda la temporada en el equipo infantil, empezó en el banquillo en Herrera.

Al descanso perdían 4-0. Se esfumaba el ascenso y le suplicó al entrenador varias veces que lo sacara. «Se lo diría al hombre mil veces. Era muy insistente. Hasta que no lo convenció no paró». La historia la recuerda ahora Pepe Tena, el padre de José Manuel, que lleva nueve días clavado en el nuevo juzgado de Don Benito asistiendo al juicio del accidente en el que perdieron la vida su hijo y cuatro niños más.

Infantiles (12 y 13 años) y cadetes (14 y 15) del Monterrubio de fútbol sala recorrieron más de un hora en autobús aquella tarde para llegar hasta Herrera a jugarse el final de temporada. Lo dos equipos lo consiguieron y en el trayecto de vuelta, a quince kilómetros de casa, una excavadora que giró en la calzada acabó con la fiesta del ascenso.

Los infantiles venían de firmar una remontada épica. Con el 4-0 todo parecía perdido. Pero con José Manuel en la portería la cosa cambió. A los doce años le faltaban pocos días para los trece era un cancerbero seguro, que manejaba bien los pies y sin pereza por tirarse al suelo una y mil veces. «Empezó de delantero, pero como se pasaba las tardes en el pabellón jugando con niños mayores, le ponían siempre de portero y al final le gustó», aclara su padre, que compartía con su hijo el veneno futbolero y por el Barça. En la pared de su habitación colgó la bufanda que se trajo de Córdoba cuando fue a verlo en la Copa del Rey.

El único portero

Ni su media mitad portuguesa le hizo fijarse en Cristiano Ronaldo. En las islas Azores nació su madre, María Victoria, que descubrió que su hijo iba a jugar el partido contra el Herrera en cuanto salió de casa. «Él pensó que me engañaba, pero se pasó toda la semna diciendo que era el único portero y que no iba a dejar tirados a sus compañeros». En cierto modo, explica, le consentía ciertos excesos porque era un crío muy maduro para su edad. De los que se indignaba con algunas noticias que escuchaba en la tele y le preocupaban los estragos de la crisis. «Me sorprendía su empatía, su forma de entender a los que lo que pasaban mal. Yo creo que por eso acabó jugando el partido de Herrera, porque el entrenador sabía que no iba a hacer ninguna tontería y tendría cuidado».

Aunque siempre decía que quería ser militar, su padre veía más a José Manuel con algo relacionado con la ciencia. Era de esos pocos niños a los que se les daban bien las matemáticas y se atrevía con éxito con los exámenes de segundo de ESO de su hermana mayor, aunque él todavía no había terminado primero. Empezaba a tener esa curiosidad inocente que uno intuye en la gente de ciencia. «Te hablaba con pasión del universo, de la naturaleza, lo preguntaba todo constantemente».

Tanto María Victoria como Pepe prefieren quedarse con un recuerdo de su hijo anterior a las 21.22 de aquel jueves de mayo.

Huyen de la victimización permanente y prefieren al adolescente que baila en calzoncillos y sin camiseta en el vestuario haciendo un corro con sus compañeros celebrando la remontada al Herrera como si se llevaran la Champions para Monterrubio. «Fue un partido precioso y lo disfrutaron mucho».

La estampa del niño futbolista también la retiene José Antonio Herrador. Ismael, su hijo, anotó el 4-1. Un zurdazo cruzado con el que se inició la remontada. A los trece años ya medía 1,70 y tenía olfato innato con el disparo lejano. En cuanto sus amigos de Monterrubio le vieron jugar en el instituto de Castuera lo ficharon para el equipo, a pesar de los sacrificios que eso suponía.

La familia Herrador residía entonces en la finca Navacerrada, cerca de La Nava, una aldea de poco más de 200 vecinos sin niños suficientes para tener equipo propio.

El padre trabajó como guarda de caza durante quince años allí y en Navacerrada se criaron Ismael y su hermana. El fútbol era, en cierto modo, una forma de relacionarse con los compañeros de instituto, por eso a los padres no les importaba recorrer cada tarde los casi 20 kilómetros que separaban su finca del pabellón de entrenamiento. «Empezó a competir ese año y estaba disfrutando mucho. A lo largo de la temporada marcó goles preciosos. Era una motivación constante para él y para nosotros».

Tras el accidente, José Antonio dejó su trabajo en Navacerrada. Allí dice no podía seguir porque las 700 hectáreas se las recorrió con su hijo muchas veces. Demasiados recuerdos.

Ismael ya era un biólogo aventajado, distinguía a los animales de lejos, aunque le costó entender la función que hacían en este coto. «Siempre decía que nosotros nos dedicábamos a cuidar a los animales de la finca. Entendió esa contradicción mía de ser guarda de caza y ecologista».

Dice José Antonio que hablaban mucho de naturaleza. El niño quería ser militar, pero su padre le auguraba más futuro en algo relacionado con el deporte o el campo. «Tenía un físico espectacular para el fútbol, muchos entrenadores me decían que tenía talento. Yo no quería que se lo creyera mucho porque a esas edades... pero era un fenómeno».

Tampoco le daba pereza subirse cada tarde al coche para entrenar o al autobús para competir. Por la comarcal BA-051 pasaba casi a diario en una dirección o en otra. La carretera es una enorme recta que conecta Castuera con Puerto Hurraco y una sucesión de cambios de rasante. En el kilómetro 3,5, se ve ahora una estatua de casi dos metros de un futbolista con cuatro alas. Bajo la pierna izquierda sujeta el balón y la derecha permanece desnuda. Así lo encontró José Antonio en la carretera, sin la zapatilla derecha.

Para la familia, la instalación de la estatua fue una especie de ofrenda final. «Necesitábamos hacer algo así, para entender todo esto y llenarnos de paz». Por eso le encargó la obra a Eduardo Acero, el mismo de la Aurora de la Carrerita.

Convertido en un ángel

Su hijo, apunta, esa noche y en ese cruce dejó de ser futbolista para convertirse en ángel. «Tus alas se abrieron hacia la libertad de tu alma» se puede leer en la piedra que la sostiene. Esa misma figura se ha tatuado en el brazo su tío Álvaro. «Yo también era zurdo como él y tuvimos el mismo entrenador. Su entusiasmo por el fútbol era contagioso», explica mientras se levanta la camisa y enseña el antebrazo. «Mi sobrino ya se ha convertido en nuestro ángel y por eso lo llevo siempre conmigo».

Apocos metros de la figura de resina, una estrella plateada de cinco puntas en un mástil junto a la carretera recuerda también que allí, en la intersección con el camino, murieron los cinco niños.

El pastor que guarda la cuneta cuenta lo que no es difícil imaginar. «En este cruce hay por lo menos cinco o seis accidentes al año». El cambio de rasante está demasiado cerca de la incorporación a las fincas y el giro puede resultar fatal. La línea continua llega ahora hasta el mismo punto donde colisionó el microbús de los futbolistas con la máquina agrícola. Resalta el blanco de un apéndice que se ha pintado después de la tragedia.

En Monterrubio, el recuerdo de la tragedia está en la misma puerta del pabellón donde jugaban y entrenaban. Una bota de granito que impulsa a un balón y cinco estrellas con el nombre de los chicos que fallecieron. Los dos infantiles, José Manuel Tena Furtado (12 años) e Ismael Herrador Flores (13), y los tres del equipo cadete, Juan Pedro Martín Balsera (14), Javier Paredes Partido (15) y Bernardo Raya Ramos (15).

Aunque eran dos equipos distintos, en realidad funcionaban como uno solo porque compartían autobús cada partido fuera de casa y pista de entrenamiento los marts y jueves.

En este tiempo, se han sucedido los homenajes a los niños, como el partido del Inter Movistar con la selección extremeña de fútbol sala, aunque algunos padres empezaron a declinar participar en más actos. «Llega un momento en el que quieres descansar y llevar la pena a tu manera», cuenta María Victoria. Recuerda que incluso tuvieron que pedir a los responsables de la televisión local que dejaran de emitir vídeos de los niños. Cada familia lleva el duelo de una forma y para algunos volver de nuevo a revivir lo ocurrido por la celebración del juicio no está siendo fácil. «La sentencia ya la sufrimos nosotros». ¡Quizá, aquel 8 de mayo de 2014 no solo se fueron cinco vidas!

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