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¿Qué ha pasado hoy, 18 de marzo, en Extremadura?
Carmen de la Marta vive en Mérida, tiene 33 años, está casada y es madre de una niña. La protagonista de este relato prefiere por el momento proteger su imagen.
Carmen, la historia de una 'niña de la Junta'

Carmen, la historia de una 'niña de la Junta'

La casa cuna de Badajoz y los centros de menores Núñez de Balboa y San Juan Bautista fueron su hogar hasta que salió en adopción con 14 años

MÍRIAM F. RUA

Domingo, 4 de diciembre 2016, 00:42

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La mayor parte de mi vida la he pasado en centros de menores». Así se presenta Carmen de la Marta, de 33 años. La situación de los niños que, como ella durante toda su infancia, han crecido bajo el amparo de las instituciones no suele atraer el interés de la opinión pública. Hasta que una noticia, por lo general de fuerte impacto, salta a las primeras páginas de los periódicos y el arranque de los informativos. Hace dos semanas se denunciaron dos agresiones sexuales en el centro de acogida de menores San Juan Bautista de Badajoz. Tanto las víctimas como los presuntos agresores residían en el centro. Las denuncias están siendo investigadas en el Juzgado de Menores de Badajoz. Pero hay otros hechos, como el dato publicado el pasado lunes por HOY: la Junta busca familias que acojan a más de 300 niños porque se considera que la vida en familia es siempre mejor, más humana, que en una institución pública. HOY ha querido contar en qué consiste ser 'un niño de la Junta'. Para ello ha hablado con Carmen de la Marta, una joven que ha pasado media vida en centros de menores. Con quince días de vida, su madre la dejó en la casa cuna de Badajoz, en los antiguos hogares Hernán Cortés. De ahí pasó al Núñez de Balboa, lo que hoy es el Marcelo Nessi, y posteriormente fue trasladada al San Juan Bautista. A los 14 años fue adoptada en Mérida, estudió una carrera y ha formado su propia familia. Nunca conoció a su padre. Ha creado una asociación para ayudar a los niños obligados a pasar su vida bajo la tutela de la administración. Está terminando de escribir un libro sobre su experiencia. Lo titulará: 'Marionetas rotas'.

Esta es su historia contada en primera persona. Un relato directo, sobrecogedor en algunos momentos, ante el que la periodista solo puede guardar silencio:

'Mi madre tenía mi tutela, me llevaba a veces a casa y me volvía a meter en los centros voluntariamente. A los ocho años entré en el centro de acogida de menores Núñez de Balboa de Badajoz. Ya no salí. Con diez años nos trasladaron al San Juan Bautista. Con 12 años yo misma solicité a la Junta de Extremadura que me tutelase porque no quería retornar con mi familia biológica. Y de ahí pasé a la adopción.

Cuando vives tanto tiempo en un centro de menores, sientes el abandono directo, palpable. Tengo recuerdos de todos los centros desde bien pequeña. De la casa cuna me acuerdo hasta del nombre de la monja, sor Nieves. Me acuerdo de donde dormíamos, que era como en las películas antiguas: un pasillo largo con camas a los lados y una ventana al fondo. Esa imagen la tengo clavada. Te estoy hablando de que a lo mejor tenía dos años. Por la mañana nos vestían a todas con la misma ropa y un lazo grande.

Cuando mi madre me dejó en el Núñez de Balboa, que después se convirtió en el Marcelo Nessi, tenía ocho años. Llevaba viviendo con mi madre casi un año y, de repente, no sabes por qué, me volvió a meter en el centro. Me vi con una maleta de ropa nueva, porque además me acuerdo que me compró ropa para dejarme allí. Me quedé esperando en la valla porque me dijo 'ahora vuelvo' y yo no me quería mover.

Recuerdo la crueldad de los niños. Me decían que mi madre no iba a venir a por mí. No quería jugar con nadie ni moverme de esa valla de entrada. Las educadoras me convencieron para ir a cenar y conocer la habitación. Volví horas después a la valla con el sentimiento de culpabilidad de que a lo mejor mi madre había venido y yo ya me había ido. Esas sensaciones las recuerdo perfectamente, son vivencias que me han marcado muchísimo.

Días enteros en la calle

'En los centros de menores se está muy bien comparado con lo que puedes vivir en tu casa. Nosotros venimos de familias desestructuradas que, en el mejor de los casos, como el mío, te abandonan. Eso supone días en los que no comes, no vas al colegio; días enteros en la calle, sin calefacción en la casa. Pero había niños que aparte de eso habían sufrido maltrato o abusos sexuales. Con lo cual, meterte en un centro por un lado es un alivio. Tienes todas las comodidades.

A nosotros hace veinte años nos compraban la mejor ropa. Nos obligaban a ir al cine los domingos pero no queríamos salir, porque cuando estás en un centro de menores te sientes como en una burbuja y cuando sales te sientes extraña. No estás acostumbrada a estar en la vida real.

Cuando sales a la sociedad te sientes raro. Yo no iba a los cumpleaños de mis compañeros de colegio ni a merendar a casa de ninguno de ellos ni al parque, lo que hace un niño. Te sientes diferente. Los propios niños saben que eres diferente porque cuando te recogía el autobús en el colegio sabían que venías de un centro de menores y eso marca mucho. Era un estigma y a día de hoy lo sigue siendo.

La vida en el centro

'Nos levantábamos, desayunábamos, venía un autobús y nos repartía por los colegios. Yo iba al Santa Engracia. A las dos nos recogían y volvíamos al centro. Comíamos y luego teníamos un ratito de descanso, la merienda y la hora de estudio, cada uno en su pabellón, donde estábamos separados por edades y sexo. Ducha, cena, un rato de descanso y a dormir. Era una rutina muy marcada.

Los fines de semana eran más livianos. Había muchos menos niños porque algunos se iban con sus familias. Los que nos quedábamos íbamos al cine. O, como éramos 'niños de la Junta', íbamos a todas las cosas que organizaba la propia Junta. Nos llevaban al circo, de excursión y a los campamentos de Carlos V todos los veranos.

Esa es la parte material. La parte emocional es nula. Siempre tienes una educadora de referencia, por si te pasa algo, estás mala o necesitas un beso. Pero aún así no dejaba de ser una educadora para veinte o treinta niños. En el San Juan Bautista, cuando yo estuve hace 20 años, podía haber entre 400 y 500 niños. La relación no va más allá porque no puede ir más allá.

La educadora es una profesional y conoce muy bien hasta dónde puede llegar. Tú también sabes que es pan para hoy y hambre para mañana. Lo que pasa es que te conformas con lo que tienes. Tú sabes que dan las tres de la tarde un día de Navidad y ellas se van a su casa, con su familia. Tú te quedas en el centro. Eso no se puede cambiar.

Con los compañeros sí creas unos lazos de hermandad total. Los haces tan fuertes que son tus hermanos. Vas al mismo colegio, duermes en la misma habitación, sales y entras con la misma persona. Conservo a mi mejor amiga del centro.

Un cumpleaños era un día normal. Te felicitan, te cantan el cumpleaños feliz... No sé si a día de hoy es igual. El día de Reyes, como nos quedábamos tan pocos niños, era muy frío. Teníamos un único regalo. Pero es que en mi casa no lo tenía. La comida de Nochebuena o Navidad era con la cuidadora a la que le tocaba trabajar. Muchos niños no estaban. Eran los días más tristes.

La supervivencia

'Éramos niños y allí regía la ley del más fuerte. O te defendías o te comían. Te tenías que hacer fuerte. Si te echaban a la pelea, te tenías que pelear por muy pacífica que fueses porque te llevabas los puños o los dabas. No había otra salida.

Yo era muy pacífica, pero me he pasado toda mi vida en centros de menores y tenía las herramientas suficientes para sobrevivir. Tienes que ser muy fría, el corazón lo tienes que tener de hielo. Debes ser una persona que no necesite a nadie para tomar sus decisiones. Hay que ser independiente desde bien pequeña. Aunque sientas dolor, que nadie te vea llorar. La única que puede verte llorar es tu almohada. Y con eso te ganas el respeto, saben que eres fuerte. No puedes enseñar tu talón de Aquiles, hay que ser muy hermética, esa ha sido mi estrategia. Algunos niños lo hacen a través de la violencia porque no encuentran otras herramientas. Y otros se meten en sí mismos y no se defienden.

Esa enseñanza ha sido una losa. Me pasé catorce años de mi vida sin exteriorizar mis problemas para sobrevivir y cuando me adoptaron tenía que hacer exactamente lo contrario. Mi forma de ser se conformó en el centro. Un niño que ha estado siempre institucionalizado nunca supera del todo su pasado, es normal.

Decidir a los 12 años

'Por mucho que idealices a tu familia biológica, cuando vas cumpliendo años te vas dando cuenta de que no hay justificación para las ausencias. Construyes castillos de arena, pero se caen. Entonces me planteé que el tiempo pasa, me van a abrir las puertas del centro y a dónde voy. Tan duro y tan real como que te pasas el tiempo deseando volver con tu familia hasta que comprendes que no hay familia. Es muy duro. Al final una niña de doce años está tomando una decisión que no le corresponde.

Yo no quería seguir en el centro, llevaba toda la vida allí y no tenía a nadie. Era una niña de catorce años y las familias querían un bebé. Me propusieron entrar en un programa de acogida, pero surgió una familia que había pedido una niña mayor y fue mi oportunidad. Salí en adopción justo un mes antes de cumplir catorce años.

La adopción

'Fue muy difícil. Yo no conocía lo que era una Navidad en familia. Ni una familia, de hecho. Lo primero que te encuentras es con dos personas que son tus padres pero con los que en realidad no tienes ese vínculo. Crearlo es muy difícil.

Llegué a Mérida, entré en un colegio de monjas. Me costó mucho adaptarme, pero tenía mucha fuerza de voluntad. Yo quería tener una salida y puse todo de mi parte para adaptarme, para no dar problemas. Aunque me costó, tuve mucha ayuda de mis padres adoptivos en ese proceso.

La familia a la que vine tenía hijos. Yo no estaba acostumbrada a comunicarme con adultos, lo hacía con niños. A través de mis hermanos me comunicaba con mis padres adoptivos. No me quería dirigir a ellos directamente. A día de hoy, esta es mi familia. A los niños que no salen en adopción nadie les ayuda a superar su vida y hay muchos que cuando cumplen dieciocho años tienen que retornar con su familia biológica. La losa de la familia biológica es muy fuerte, la pertenencia es fuerte.

La adolescencia es el momento más crítico. Cuando eres niño lo idealizas todo, estés donde estés. Pero cuando estás en la adolescencia te empiezas a hacer preguntas como quién soy, dónde estoy, por qué. Y eso lo materializas con rabia, violencia, evasión o pesimismo. Cada niño es un caso. Si no hay nadie que le ayude a digerir eso, saldrá la parte más fácil, que es la mala.

Cuando cumplen los dieciocho, a esos niños les abren las puertas. En la mayoría de los casos, no van a un programa de pisos tutelados porque les obligan a estudiar, a hacer un esfuerzo y conseguir resultados para que les sigan ayudando. Ni se van con una familia de acogida, pues supone fallar en parte a la familia biológica.

Lo más sencillo es volver con tu familia. Es la solución fácil, que no la mejor. Vas a volver a una casa en la que no hay para comer o con unos padres drogadictos. Es la pescadilla que se muerde la cola. Después de pasarte toda la vida en el centro, vuelves al mismo sitio.

Cuando yo tomé la decisión de irme en adopción lo hice para buscar una oportunidad, para no tener que volver a los dieciocho años al lugar del que había partido. Quería que me ayudase alguien a través de una familia de acogida o de un piso tutelado. Cuando me propusieron lo de la adopción me dio mucho miedo porque a mi madre biológica la adoraba.

Alguien preocupado por ti

'Emocionalmente al principio fue muy duro. Aunque piensas que nadie va a reemplazar el papel de tu madre biológica, te vas dando cuenta con el tiempo de que lo que vas sintiendo con tu familia adoptiva no lo has tenido nunca. Que eso sí era amor y no lo que yo había tenido. Alguien que se preocupa por ti, que si estás mala con fiebre está a los pies de tu cama y te pone lentejas porque es tu plato preferido. Detalles que con el tiempo hacen que al final llegue el apego. Al principio, con la adopción buscaba una salida. Pero con el tiempo descubrí lo que es una familia.

Tuve mucho sentido de culpabilidad. Por aquel entonces la adopción era un tema tabú. Nadie sabía qué era la adopción, solo que alguien iba a venir y te iba a llevar, sin saber a dónde ni con quién. Ese temor lo infundían las propias familias biológicas para que no te fueses. Ese miedo lo teníamos todos en el cuerpo. Tomar esa decisión para mí fue como meterme en la boca del lobo.

Después de acabar el colegio me fui a Cáceres a estudiar Empresariales. Estudié con mi hermana. En esa época conocí a mi marido. Y luego me volví a Mérida. Me casé con 27 años, enseguida empezamos a trabajar los dos y hoy tengo una niña de cuatro años. Quería tener el sentimiento de ser madre. Ahora sí entiendo muchas cosas. O no entiendo nada. He tenido a mi hija, te ves en una sociedad normal y con una vida normal, lo que nunca pensé que llegaría a tener. Y todo ha sido por mi ambición de ir a mejor, todo ha dependido de mí, nada me lo han dado hecho. Me he forjado mi propio castillo piedra a piedra sin que nadie me haya ayudado a poner ni una. Ahora que soy madre, no entiendo cómo mi madre me abandonó.

Niños felices de Extremadura

'Cuando yo tenía catorce años me hubiese gustado que alguien me hubiera contado que todo iba a ir bien, que iba a tener una oportunidad. Por eso tenía una espinita y quería hacer algo con los niños institucionalizados, que supieran qué oportunidades existen porque, aunque los educadores se lo dicen, a ellos no los van a escuchar. Ese es el motivo por el que creé la 'Asociación de Niños Felices de Extremadura' este verano. La idea es simplemente hacer programas de oportunidades para los niños institucionalizados. Esos niños son de todos y estarán en la sociedad mañana. Tenemos que ayudarles.

Estoy terminando de escribir mi libro por el mismo motivo. Se titulará 'Marionetas rotas' y tiene mucho significado. Durante toda mi vida me han manejado como a una marioneta: mi madre abandonándome, saliendo y entrando en los centros, hasta que rompo los hilos y empiezo a tomar mis propias decisiones.

Positivo es lo que tengo hoy, mi familia y las amistades que hice. Al final soy la persona que me han hecho ser los centros de menores. Yo no tengo quejas de los centros, solo la carencia emocional. Pero eso es normal y no lo puede cambiar nadie.

Estoy totalmente integrada en la sociedad. Tengo mi carrera, mi puesto de trabajo, mi familia. Y si no le digo a nadie que he estado en un centro de menores o que he sido adoptada, nadie lo sabe. Eso no quita para que mi pasado esté ahí.

Sé que no he podido hacer lo que me correspondía como niña. Jugar, ser libre, no tener cargas mentales, ser una mente en blanco. Eso me lo he perdido por estar en centros de acogida. Pero te enseña. No me alegro de lo que me ha pasado. Me habría gustado tener una familia normal, pero estoy orgullosa de cómo lo he superado.

Me da rabia porque yo ahora tengo una niña de cuatro años y cuando la veo jugar soy consciente de lo que me he perdido. O una foto. Yo no tengo fotos de mi infancia. Es duro, pero te ayuda a valorar la vida, tus pequeños logros. Al final en el centro te ayudan a ser realista con tu situación, porque ellos no tienen culpa de lo que a ti te pasa. Para nosotros el centro es una cárcel. Se nos ha privado de libertad sin ser culpables de nada. La condena la pagamos nosotros.

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