Un alegato literario contra la xenofobia, por Jorge Luis Borges
Tribuna ·
Lo extranjero no es un peligro para el hecho cultural nativo, con el tiempo será asimilado por una sociedad en constante movimientoJoaquín Cuello Martínez-Pereda
Lunes, 30 de septiembre 2024, 07:58
He encontrado días pasados una curiosa confirmación de que lo verdaderamente nativo suele y puede precisamente prescindir del color local; encontré esta confirmación en la ' ... Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano' de Gibbon. Gibbon observa que en el libro árabe por excelencia, el 'Alcorán', no hay camellos.
En estos términos se expresa Borges en uno de los párrafos que pueden extraerse del último texto de su obra 'Discusión' (1932), que lleva por rúbrica 'El escritor argentino y la tradición', producto de una conferencia impartida en el Colegio Libre de Estudios Superiores y que, pese a centrarse en un asunto netamente literario, alberga, como casi todo lo literario, lecciones que trascienden los meros formalismos estéticos; y es que bajo este título su autor esboza una serie de ideas que pueden extrapolarse con facilidad al presente, ya que, consciente de ello o no, constituyen un auténtico alegato contra la xenofobia. El párrafo transcrito continua con las siguientes palabras: «…yo creo que si hubiera alguna duda sobre la autenticidad del 'Alcorán', bastaría esta ausencia de camellos para probar que es árabe. Fue escrito por Mahoma, y Mahoma, como árabe, no tenía por qué saber que los camellos eran especialmente árabes: eran para él parte de la realidad, no tenía por qué distinguirlos; en cambio un falsario, un turista, un nacionalista árabe, lo primero que hubiera hecho es prodigar camellos, caravanas de camellos en cada página; pero Mahoma, como árabe, estaba tranquilo: sabía que podía ser árabe sin camellos. Creo que los argentinos podemos parecernos a Mahoma, podemos creer en la posibilidad de ser argentinos sin abundar en el color local».
En este sentido, y siguiendo la idea esbozada por Borges en estas líneas, puede encontrarse, dentro de su propio país, un ejemplo especialmente elocuente a la hora de mostrar las paradojas de la interacción del fenómeno migratorio y el factor cultural, capaz de ilustrar, con más nitidez que cualquier otro, que toda manifestación cultural, por muy propia y genuina que pueda parecer, es también producto de ese permanente estado de cambio en que se desarrolla: el tango.
Considerado como «el humilde suburbio de la literatura argentina», en palabras de otro escritor como Ernesto Sábato, el tango constituye una prueba significativa de esta relación entre cultura y migración por tratarse precisamente de la manifestación argentina por excelencia a día de hoy y, sin embargo, ser al mismo tiempo el resultado de ese crisol de culturas que se congregó en los conventillos de un barrio de inmigrantes como La Boca, producto de la mezcolanza de elementos culturales foráneos que sufría el rechazo y el desdén de los bonaerenses más pudientes que habitaban en barrios como La Recoleta, a la vez tan cerca y tan lejos de aquel proceso, en un alarde de xenofobia, aporofobia y esnobismo, ya que no dudaron en abrazarlo una vez comprobado el éxito que obtuvo en París unos años más tarde; es decir, las mismas oligarquías que a su vez abrazaban con entusiasmo y se proyectaban en todas las modas procedentes de Europa (basta con pasearse por las calles del centro de Buenos Aires para comprobar el estilo que impera en los edificios gubernamentales de la época).
Ojalá fuese posible percibir, sin necesidad de esa necesaria perspectiva que garantiza el paso del tiempo, el ridículo que hacen hoy quienes, si bien libremente, ven en el elemento extranjero un peligro para lo cultural, ya que no distan mucho del ridículo que protagonizaron esos argentinos de alcurnia al rechazar lo que finalmente se convertiría en una seña de identidad tan reconocible. Al fin y al cabo, la mutabilidad de lo cultural es algo contra lo que no se puede luchar por mucho discurso carpetovetónico que se enarbole.
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