Racimos de uvas, bombas de racimo
Esta última noche del año, a las doce, nosotros comeremos entre risas los racimos de uvas mientras en Ucrania y en Gaza estallarán los racimos de bombas
Eugenio Fuentes
Domingo, 31 de diciembre 2023, 08:05
Como llevamos dos mil años repitiendo lo mismo, no resulta fácil escribir algo original sobre la Navidad, sobre la dulce y vieja historia del portal ... de Belén, de los Reyes Magos y los pastores y del burro y el buey. Además, la Navidad no tiene ningún misterio y se puede descifrar en unas pocas líneas: es la conmemoración del nacimiento de Jesús, a partir del cual se ha organizado la historia en Occidente.
Así que por ahí no brota la inspiración. El artículo se esconde en lo que hemos convertido la Navidad, en este frenético estallido de luces, ruido, consumo, multitudes, para recordar lo que fue un hecho privado, silencioso, oscuro, pobre. Ahora mismo no hay fiesta más universal que la de fin de año y ninguna música ha sido más sampleada que la de los villancicos.
Parece mentira que estas fiestas de derroche, lujo, compras sin fin, cuchipandas y tragantonas festejen precisamente el nacimiento de un niño en la austeridad de un portal. Parece mentira que se necesiten tantas luces para evocar una noche que solo estaba iluminada por una estrella. La Navidad, que comienza con un viaje en burro, ahora se celebra con cruceros exóticos y vuelos al extranjero. Las que fueron fechas de humildades, ahora lo son de vanidades: se publican las listas de los más exitosos del año, de los más ricos, de los más guapos, de los mejores deportistas, de los políticos más votados.
No sé si me equivoco, pero me parece que cada año hay más gente a la que no le gusta la Navidad. No les gusta el marisco ni el cordero, ni el triunfo de las largas noches sobre los cortos días, ni la forma tramposa con que los 'media' preparan una doble borrachera sentimental: por un lado, la compasión hacia los solitarios o los desfavorecidos, tan efímera como inútil, porque caducará el día de Reyes; por otro, la imposición por decreto de unos días de felicidad obligatoria envueltos en espumillones, racimos de luces de colores y una música que viene de El Corte Inglés y de Viena. La Navidad parece una fiesta alegre, pero no sé si es una fiesta feliz. Hay miles de reuniones familiares, sí, pero también hay mucha gente que solo comparte mesa con su móvil, que chisporrotea con mensajes protocolarios sin un nombre en el encabezamiento, con cientos de wasaps virtuales, pero con una absoluta carencia de besos y abrazos reales. Leí en algún sitio que una forma de medir la soledad de una persona es ver cómo pasa la Navidad, y hay gente cuyo único contacto con los otros es a través de las pantallas.
Personalmente, me gustan los abetos que parpadean insomnes en la noche, pero no los papanoeles de fieltro colgados en los balcones. No le veo la gracia a los cotillones masivos con matasuegras, confeti y explosiones de globos, pero sí a las representaciones teatrales navideñas de los alumnos en el salón de actos del colegio. Como paisaje para estos días, prefiero la nieve a la niebla; la montaña a la playa; las loterías de Navidad y del Niño a las rifas de los cotillones; el turrón a los polvorones y una copa de buen vino a una flauta de champán; los fuegos artificiales que iluminan el cielo en la primera noche del año a los agresivos petardos que asustan a personas y a animales; los grandes calendarios de papel para colgar en la cocina, donde escribir las fechas de cumpleaños o una cita médica, a las agendas electrónicas; y los Reyes Magos a Papá Noel. Prefiero los regalos lúdicos o útiles antes que los puramente ornamentales y, sobre todo, antes que un cachorro si no se sabe bien quién lo cuidará. Y respeto y comprendo a quienes en estos días manifiestan en voz baja su nostalgia por lo que han perdido, pero no a quienes se rebozan en la autocompasión.
Acaso sea el exceso de consumo la principal fuente de distanciamiento de las Navidades, un consumo agravado porque las fiestas duran demasiado, prolongadas hasta el abuso por un comercio que las exprime a fondo, de modo que cuando llega el 6 de enero uno está harto de comilonas, dulces, felicitaciones, compras, regalos entregados y recibidos, fotos y felicitaciones virtuales. El exceso de consumo se extiende a los juguetes de los niños, pues a menudo se regalan tantos más juguetes cuanto mayor es la pereza de los adultos para sentarse en la alfombra a jugar con ellos.
Esta última noche del año, dentro de unas pocas horas, a las doce, las campanas levantarán sus faldas como bailarinas de cancán para dar las últimas campanadas y nosotros comeremos entre risas los racimos de uvas mientras en Ucrania y en Gaza estallarán los racimos de bombas. Mi primer deseo, con la primera uva, es que terminen esas guerras.
Las otras once peticiones son privadas. Sí, ya sé que nuestros buenos propósitos para el nuevo año no durarán ni cuatro semanas. Y que volveremos a fumar, y a comer pasteles y no pagaremos la cuota de febrero del gimnasio.
A pesar de nuestra humana debilidad, les deseo a todos ustedes que el nuevo año les ofrezca muchos motivos para ser felices y que intenten hacer del 2024 el mejor año de sus vidas.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión