Estos días se conmemoran los sesenta años del IV Congreso del Movimiento Europeo, celebrado en Múnich entre el 5 y el 8 de junio de ... 1962. El Movimiento Europeo, fundado en La Haya en 1948, había promovido la creación del Consejo de Europa, institución sobre la que se asientan y garantizan los Principios Democráticos y los Derechos Humanos en el Viejo Continente, junto a los Tratados de París (CECA, 1951) y Roma (CEE y Euratom, 1957), que fueron desbrozando el camino hasta conformar la actual Unión de los Veintisiete.
En nuestro país, las bondades económicas de aquellos primeros tratados constitutivos fueron rápidamente advertidas por los tecnócratas que formaban parte del Ejecutivo franquista, que solicitaron la apertura de negociaciones para vincularse al proyecto europeo, pese a la obstinada oposición de la facción cavernaria liderada por Carrero Blanco. Como cabía esperar, la petición fue rechazada a la vista del flagrante déficit democrático que presentaba la dictadura, pero la respuesta acabó movilizando a los sectores más aperturistas del Régimen que, reunidos por Salvador de Madariaga en un Consejo Federal, acudieron al Congreso de 1962, declararon el final de la Guerra Civil y sentaron las bases de la futura integración europea. A Múnich asistieron 118 representantes de todas las tendencias políticas, abogados, catedráticos y altos funcionarios, entre otros, que a su vuelta serían brutalmente perseguidos y represaliados.
La prensa franquista los tildó de traidores y agentes encubiertos del régimen soviético, forzó el exilio de algunos, calificó la reunión de contubernio y censuró sus logros. La opinión pública internacional denunció la extorsión advirtiendo que, en efecto, no había marcha atrás en la reconquista de los derechos civiles, ya que la semilla del europeísmo había sido plantada en el corazón de los españoles. Tardaría en germinar algunas décadas, como todos sabemos. Pero este proceso irreversible confirmó que el sacrificio de aquellos compatriotas comprometidos con las libertades había merecido la pena y, después de una Transición envidiada en gran medida por los países de nuestro entorno, el 1 de enero de 1986 entramos, por fin, en Europa.
En su tercera acepción, el diccionario de la RAE define contubernio como alianza o liga vituperable. Se trata por tanto de un pacto que, siempre desde el punto de vista del agraviado, sería merecedor de reproche por menoscabar los principios y valores que este defiende. Por eso, lejos de desacreditar el logro de aquellos ciento dieciocho compatriotas bautizando así la reunión, el Régimen quedó retratado frente a la comunidad internacional, que movió ficha. El advenimiento de la democracia primero y de las instituciones europeas más tarde, se debió en buena parte al Contubernio de Múnich, cuya conmemoración trascurre sin pena ni gloria, esbozada apenas en los medios, durante estos días.
Los sabios dicen que hay que recordar el pasado para no reproducir sus errores en el presente. Y aunque la máxima sea difícil de seguir en estos tiempos de modernidad líquida y memoria evanescente, créame que el esfuerzo merece siempre la pena. Recordemos como merece el Contubernio de Múnich.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión