Toreros Muertos, una verbena de surrealismo ochentero y provocación en la Plaza Mayor de Plasencia
El grupo liderado por Pablo Carbonell desató una noche de risas y nostalgia envuelta en confeti, trompetillas y rock irreverente ante miles de personas
Juan Carlos Ramos
Plasencia
Martes, 5 de agosto 2025, 07:38
El Lunes Menor de Plasencia convirtió anoche a la Plaza Mayor en un escenario de desparrame y surrealismo gracias a la actuación de Los Toreros ... Muertos. Con esa mezcla inconfundible de teatro del absurdo, humor corrosivo y rock sin complejos, el grupo liderado por un Pablo Carbonell en estado de gracia ofreció un concierto que fue mucho más que un viaje nostálgico: fue una verdadera celebración del disparate.
Cerca de 4.000 personas se congregaron en el corazón de la ciudad, en la antesala del Martes Mayor, para dejarse llevar por los himnos que marcaron una época. Y aunque muchos llegaron atraídos por la nostalgia ochentera, se encontraron con un espectáculo vivo, impredecible y cargado de actualidad. Porque, si algo quedó claro desde el primer minuto, es que nadie se toma más en serio el humor que Los Toreros Muertos.
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El show arrancó con una delirante prueba de sonido a micrófono abierto, un ejercicio de surrealismo que ya anunciaba lo que vendría después: casi dos horas sin normas ni filtros. Y para calentar motores, nada mejor que 'On the desk', esa joya delirante en la que un alumno con inglés macarrónico explica ante la clase que su padre está 'on the desk', su madre 'on the bed', y él 'on the table', provocando la carcajada automática del respetable.
Con la maquinaria en marcha, el grupo alternó clásicos imperecederos con los temas de su reciente disco '100.000 copias vendidas en una semana', el primero con canciones nuevas en más de tres décadas. De ese trabajo destacaron temas como 'El fútbol femenino', una especie de himno pacifista con ecos del Lennon más lisérgico, o la magnética 'Siete novias Elenas', una canción interactiva en la que el público no solo canta, sino que se convierte en parte del guion.
Carbonell, como siempre, fue el centro del huracán. Se presentó armado con una maleta sin fondo de donde emergían pitos, trompetillas, silbatos carnavaleros y kazoos chirigoteros que bien podían venir de Cádiz o de aquel teatrillo del absurdo que formaba con Pedro Reyes. A todo eso se sumaban cascos espaciales y toneladas de confeti, repartidos con la alegría caótica del gran payaso que lleva dentro.
Porque Pablo Carbonell es muchas cosas al mismo tiempo: músico, actor, bufón, cronista social, filósofo callejero... Un hombre renacentista en versión bizarra y española, capaz de pasar del sarcasmo más punzante a la ternura más inesperada. Su maleta mágica era solo un reflejo de su mente, rápida y juguetona, y a sus 63 años, sigue teniendo la capacidad de sorprender como el primer día.
El concierto avanzaba con fuerza: los acordes de 'Manolito' desataban la ovación general, coreada por un público que la cantó de principio a fin. Luego llegaron momentos de auténtica locura festiva, como el caos sonoro de 'La bicicleta estática', ese experimento sonoro entre la charanga balcánica y el punk ilustrado.
Y entonces, como si el escenario se convirtiera en una barra de bar colectiva, todos entonaron con pasión (y sin afinar ni una nota) el 'Braaasiiiiil', que servía de antesala para una versión apoteósica de 'Yo no me llamo Javier'.
No podía faltar 'Mi agüita amarilla', que se alargó casi diez minutos e incluyó un monólogo delirante a mitad de canción para explicar —o al menos intentarlo— su ya legendario y enigmático significado. Y cuando parecía que el delirio tocaba a su fin, llegaron dos himnos más: 'Falangista' y 'Tu madre tiene bigote', para desatar la euforia colectiva.
El público, en pie, se negó a despedirse, y ellos, encantados de seguir, ofrecieron unos bises tan caóticos como celebrados, poniendo punto final a una noche donde la risa fue el lenguaje universal y la ironía, el combustible.
Los Toreros Muertos no ofrecen conciertos: organizan romerías del absurdo, fiestas punk donde la crítica social, la sátira y la ternura se funden en una verbena desquiciada. Y anoche en Plasencia, el disparate fue, una vez más, un acto de comunión colectiva.
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