Medio millón de razones
Troy Nahumko
Viernes, 16 de mayo 2025, 22:58
No era el típico: «¿Todo bien, gente? ¿Sí?». Era más una súplica que un grito enardecido. Sonaba menos como un cántico que como una forma ... desesperada de conectar con el público. Se protegió los ojos del sol, giró sobre sus talones, sacudió los flecos de su vestido y gritó: «Me encantan estos paisajes, ¡vamos Extremadura!».
¿Silencio? No, todo lo contrario.
Su sincero llamamiento fue recibido con heroica indiferencia en forma de murmullo, carente de humanidad. Sus palabras se desvanecieron en un zumbido propio de un insecto: cigarras alimentadas por un pedal de distorsión: había traído su arte desde Andalucía sólo para encontrarse con un gigantesco botón de mute colectivo.
Esto era un playback, pero al revés. Intentaba cantar, haciendo todo lo posible por conectar con el público, pero el equipo no devolvía nada excepto un amortiguado temblor: algo en las tripas, nada en el cerebro. El escenario se convirtió en un telón de fondo de Instagram para el considerable número de personas que, a pesar de la prohibición del botellón, todavía parecían pensar que el escenario era una especie de elaborado photocall para su corrillo de selfies. Cualquier esperanza de un verdadero intercambio cultural se desvaneció como el vaho de la marihuana al amanecer.
El fiasco sonoro del jueves no fue más que el prólogo. El viernes por la noche, tras una somera prueba de sonido, la banda se puso en marcha para dar la bienvenida a Angélique Kidjo, ganadora de cinco premios Grammy. Vestida con un colorido estampado africano, se dirigió al centro del escenario, se reclinó y soltó su voz titánica, que el vergonzoso sonido redujo a un susurro. Fue como una llamada de Zoom desincronizada: su boca se movía, pero ni la letra, ni la percusión, ni nada sobrevivieron al viaje a través de la plaza.
Aquellos a los que nos importa la música nos enfrentamos a una disyuntiva sin salida: deambular por la plaza en busca de un punto sonoro dulce que nunca se materializó, o quedarnos plantados frente al escenario, obligados a ver cómo la primera diva de África sufría la lenta humillación de verse reducida a la lectura de labios mientras su rugido llegaba como un rumor.
«Womad ya no es lo que era», oyes. ¿Cómo puede ser? Treinta años han reescrito a Cáceres y sus gentes. El provincianismo de antaño se ha resignado. Las franquicias y el mundo exterior se han instalado. El propio festival se ha ido subcontratando por capas, hasta que lo único que queda de la visión fundacional de Gabriel es un logotipo alquilado por horas.
Los seguidores del festival se aferran a la marca cual pulsera VIP de festival, no importa que el bar lleve seco años, aterrorizados de que cualquier crítica pudiera cancelar la única reunión masiva de Cáceres no dedicada a la celebración de la muerte, ya fueran profetas, vírgenes o toros. Si Womad realmente predicara la tolerancia y el respeto, debería empezar en la mesa de mezclas y dar a los artistas la básica cortesía de ser escuchados.
Si Womad no puede o, peor aún, no quiere mejorar el sonido, quizá sea hora de dejar de alquilar nostalgias y mirar más allá de la franquicia.
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