Juguetes huérfanos
Los juguetes rotos de la playa de Calabria huían de guerras que nosotros abastecemos, de tierras que antaño los blancos esquilmamos
ANA ZAFRA
Lunes, 6 de marzo 2023, 08:21
Recuerdo haber leído que gran parte del chocolate que consumimos proviene de plantaciones, en países como Ghana o Costa de Marfil, donde los niños trabajan ... en circunstancias próximas a la esclavitud, entre pesticidas, herramientas peligrosas y fardos que les doblan el peso. Recuerdo, también, cómo me estremeció la siniestra paradoja de que un alimento tan dulcemente asociado al más puro placer en nuestras occidentales papilas encerrase tanta amargura.
Estos días he sentido lo mismo viendo en esa playa de Calabria los restos de un naufragio fatal. Allí, entre mochilas que atesoraban recuerdos y esperanzas y jirones de ropa que un día fueron segunda piel, yacían, huérfanos, remedos de juguetes. Y digo «remedos» pues no encuentro sentido en nombrar «juguetes» a vestigios solitarios que ya no tienen quien los «juegue». Solos, mojados, heridos, con la única y vergonzante misión de recordarnos que, aunque un niño despojado de juguetes sea triste, un juguete despojado de niño es atroz.
Esa profunda y dolorosa contradicción de ver cómo lo que fue creado para la felicidad es ahora la representación del dolor debería ser la punzada que espolease nuestro adormecido sentido de la justicia. La lija que erosionase el callo moral que desde nuestra atalaya de bienestar hemos ido criando.
Me vienen a la memoria los peluches de mis hijos. Como guardaban su olor a bebe y el calor del cuerpo diminuto. O su tacto aterciopelado, como la piel del niño que los abrazaba. Y me pregunto si también para el chiquillo que viajó cientos de kilómetros agarrándolos serían un alivio del miedo a la noche oscura en ese mar feroz que terminó engulléndolo. Si acaso le iba contando historias de un mundo nuevo, donde las casas serían de chocolate y los niños felices. O si el pobre peluche albergaba un corazón que se desgarró con el último beso de unos labios resecos por el salitre.
O, quizás, el juguete ya había conocido antes las manos de otro niño. El que lo cosió o cortó trabajando, hacinado, en un almacén inmundo de un país remoto donde, por un plato de comida, mansas criaturas fabrican la felicidad de otros. Hijos, pudiera ser, de mujeres que, trabajando incontables horas en barracones infestos, malviven vistiendo lujosas muñecas con manos de porcelana mientras ven ajarse las suyas.
Los juguetes rotos de la playa italiana no venían en ricos camellos. Huían de guerras que nosotros abastecemos, de terremotos de un planeta herido y maltratado, de tierras que antaño los blancos esquilmamos. Nos molestan. Vivos o muertos. Mejor ignorarlos. Arrumbarlos como se abandonan los patines que ya no vamos a usar o la bicicleta con las ruedas rotas.
Y continuar con nuestros juegos de realidad virtual, con gafas de simulación y palanca condenatoria, o con un Monopoly que tiene el mundo por tablero o un ajedrez con peones fáciles de devorar, mientras seguimos condenándoles a jugarse la vida en una quimérica yincana de la que nunca saldrán indemnes.
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