Vivimos momentos de polarización y crispación, y no solo en el ámbito político. La descalificación del rival, utilizando medias verdades y retorciendo argumentos de manera ... tan inmoral, cuando no mintiendo lisa y llanamente, parece haberse convertido en el deporte nacional.
Como en el juego de la petanca que, como ustedes saben, gana quien lanza una bola lo más cerca posible de un objetivo llamado boliche, y, aunque pudiera parecer que merece ganar quien más agudeza visual posea o le sobre puntería, pues no, resulta que la estrategia más valorada en la petanca es: echar o picar, o sea: lanzar la bola con una cierta fuerza para herir y así pues apartar la bola del contrario. (Wikipedia)
¿Qué se busca con ello? La respuesta más sencilla sería esta: si descalifico al otro, aunque sea con falacias, el votante me verá a mí, como la solución menos mala (sí, aquello de Guatemala y Guatepeor).
Pero ¿funciona? Bueno, en el corto plazo, si se logra que calen las falsedades, pueden sacar algún rédito, pero en España ya llevamos casi medio siglo de vida democrática, y el votante, contra lo que algunos candidatos piensan, tiene criterio y sabe separar el grano de la paja, la propuesta seria y el argumento sólido de la foto de postureo y la patraña.
Además, se masca el cansancio de tanta crispación y buscamos respuestas y soluciones. Si tu rival es tan malo, tan poco de fiar, ¿por qué le difamas de continuo? ¿No te fías de quien vota o no te fías de tu propia propuesta?
Esta actitud, y el hartazgo del electorado con este tipo de campañas negativas, fácilmente conduce al efecto rebote, por dos vías: pasado el primer flash, la primera impresión, el votante analiza y 'digiere' el argumento negativo, y entonces empieza a detectar inconsistencias e, incluso, mentiras, lo que le lleva no solo a descartar ese argumento, sino a desconfiar de cualquier otro del mismo emisor: si me ha mentido una vez para manipularme, ¿volverá a hacerlo?
La segunda vía, también consecuencia de la reflexión reposada, tiene que ver con la propia orientación del mensaje negativo: qué me ofreces tú, qué soluciones tienes para mí, más allá de tratar de desprestigiar al rival. Corre el elector entonces la cortina y ve que detrás no hay nada, y en su decepción puede girarse al rival del emisor y descubrir que este, pese a todo lo negativo que le habían dicho, sí tiene interesantes propuestas.
Por tanto, y contra lo que muchos parecen creer, el argumento negativo, el ataque personal al rival termina, no ya teniendo un efecto neutro, sino un efecto adverso al emisor del ataque.
Todo ello permite concluir que, salvo excepciones muy puntuales, justificadas y sólidas, el argumento negativo no puede ser la base de una campaña. Si no hay propuestas, si no hay persuasión positiva, el elector no tendrá respuesta a una pregunta crucial: ¿en qué va a mejorar mi vida personal, profesional, empresarial, otorgar a uno u otro el voto de confianza?
Responder a esa pregunta, tan sencilla y tan compleja, debería ser la base del argumentario, y no el ruido y la confusión. Porque nadie quiere ir de la mano de un farsante, de un profesional de la crispación.
Y porque la foto oportunista, el regate corto, jugar a la petanca fuera de «campo» y la mentira, tienen las patas muy cortas, y el velo cae pronto y, ojalá, para siempre.
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