Soy inmenso
Al final, indignado, me sometí a bajar los seis pisos que me separan de la panadería de abajo maldiciendo ya sin haberles visto la cara, a esos nuevos intrusos pesadísimos e inoportunos
No iba el ascensor, no es que estuviera roto, es que unos vecinos, arriba, estaban de mudanza y lo tenían monopolizado llenándolos de cajas con ... sus pertenencias descritas a rotulador gordo. La ilusión de ellos, que llegaban al edificio era mi desesperación unos pisos más abajo viendo como el ascensor subía y bajaba sin tiempo para desplazarme a mí a la calle, con la prisa que yo tengo y las pocas ganas de bajar escaleras, que eso también cuenta.
Al final, indignado, me sometí a bajar los seis pisos que me separan de la panadería de abajo maldiciendo ya sin haberles visto la cara, a esos nuevos intrusos pesadísimos e inoportunos que habían dificultado mi rutina durante los cuatro minutazos que estuve esperando mi transportador de cuerpos.
Bajaba por el cuarto cuando me cruce con una vecina, mayor, que vive justo en ese piso y que respiraba pesadamente por cebar tenido ella que subir también andando, me lo contaba mientras hacía esfuerzos porque la falta de resuello y su agotada motricidad le permitiera, aún así, mantener su dentadura postiza en el sitio mientras me contaba lo que le dolían las piernas a cada escalón. Vaya, de repente mi drama había sido superado, mierda. Yo simplemente tenía que bajar y, afortunadamente, aún mis piernas me permiten hacerlo con cierta donosura,
En el segundo vi a una madre cargando un carrito con una niña que, para ser bebé, tenía una envergadura de roca. Hacía la joven madre equilibrios subiendo ese peso vivo y tratando de que no se cayera la bolsa que llevaba enganchada al manillar del carrito, de que no se vertiera el bibe con agua ni ninguno de los peluches que acompañaban a la niña pétrea.
Al llegar al bajo, un chico joven esperaba el ascensor, tardase lo que tardase, porque una lesión le obligaba a llevar muletas y le impedía, por tanto, subir escaleras.
Salí a la calle sintiéndome la rata más egoísta de la creación, maldiciendo ese canto a uno mismo que hacemos sin notarlo, esa capacidad para reclamar derechos adquiridos que nadie nos otorgó pero que, en cuanto los tuvimos, los convertimos en hoja de reclamo.
Contar algo, cualquier cosa de La Vida de Chuck es un crimen, incluso los resúmenes estos que te aparecen traicioneramente en redes te roban parte de la emoción de recorrer, durante los primeros 40 minutos de la película, el camino de la perplejidad hasta ese punto en que las piezas empiezan a encajarse y nos damos cuenta de hasta qué punto esa película nos habla de nosotros a cada uno de nosotros. Sirva la historia de esta rata egoísta que soy, sólo para alentarles a verla y a pensarla.
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