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Hace más de un siglo que Friedrich Nietzsche sentenció la muerte de Dios, pero este aún sigue agonizando, aunque se ha acelerado la búsqueda de ... sustitutos en estos tiempos cada vez más nihilistas. Como explica Irene Gómez-Olano en la revista 'Filosofía&co', con la muerte de Dios el filósofo alemán se refiere al debilitamiento y la desaparición progresiva de la fe en los valores trascendentes que representa, la Verdad y el Bien con mayúsculas, principios morales sobre los que se ha sostenido la civilización occidental.
En nuestro más incrédulo que increíble presente, la agonía, más que muerte, de Dios se percibe, amén de en la crisis de dichos valores, en el descrédito de los grandes relatos religiosos, metafísicos e ideológicos y en la desesperada búsqueda de sentido en un mundo desencantado que se torna cada vez más violento e inestable, lo que conduce al nihilismo. Ese nihilismo busca sustitutos para el espacio que ha dejado Dios en la ciencia, la tecnología, la nación o la idea de progreso. En nuestros convulsos días, la tecnología y la nación son las alternativas a Dios que más fieles están captando. Elon Musk y Donald Trump son los nuevos mesías de esas dos deidades que a través de ellos se han unido en una frágil alianza.
La nueva religión que venera a la nación es el nacionalpopulismo en sus diferentes variantes. Y en el caso de la tecnología, es el dataísmo, cuyo dogma de fe es «en el 'Big Data' confiamos» y su fetiche es el reloj o la pulsera inteligentes, capaces de medir los pasos que caminamos, los kilómetros que corremos, las calorías que consumimos, las horas que dormimos... Cuantificar nuestra vida nos da seguridad en un mundo crecientemente caótico y permite objetivar la salud y el bienestar con el ambicioso fin de optimizar nuestra existencia. «A mucha gente los números les ofrecen objetividad en su vida y eso les da paz mental», afirma a 'El País' James Nicholas Gilmore. Pero este profesor de Media y Estudios Tecnológicos de la Universidad de Clemson cree que «mucha gente se apunta con demasiada alegría a la ideología dataísta, la creencia de que los datos conducen a la verdad, y que más (datos) será siempre mejor», cuando «los datos también se fabrican, son constructos, a veces bien manufacturados y precisos, pero son siempre representaciones que se consiguen con procesos computacionales; no son la verdad absoluta».
Y como los humanos somos seres sociales por naturaleza, además necesitamos el reconocimiento de los otros como el comer. De ahí que compartamos y comparemos nuestros datos con los de nuestros semejantes. Ya no nos basta con buscar la mejor versión de nosotros mismos, buscamos ser los mejores y que se sepa. Buscamos la recompensa social como el adicto la droga. Y eso nos genera estrés y ansiedad e, incluso, nos impele a falsear nuestros datos para vender a los demás una imagen nuestra que no es real.
Así, como argumenta el filósofo surcoreano Byung-Chul Han en 'La crisis de la narración', la narración hoy en día es indiscernible de la publicidad: las personas hacen 'marketing' de su vida (en las redes); los políticos lo hacen con las ideas; todo es publicidad y promoción de uno mismo. Han llama a esto 'storyselling' (vender a través de historias): da igual que lo que digamos sea verdad o mentira, lo importante es vendernos bien, tener un relato. Estas 'storyselling' vienen a cubrir el vacío dejado por los grandes relatos, pero están lejos de llenarlo, lo que en buena parte explica el creciente deterioro de la salud mental en una sociedad nuestra cada vez más desnortada.
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