A este cristiano agnóstico, mucho más próximo a San Manuel Bueno, mártir que a San Agustín, el papa Francisco no le devolvió la fe en ... Dios, pero sí en el hijo del hombre. Más humano que divino, más pastor que teólogo, más terrenal que celestial, más cura que curia, el pontífice argentino hizo honor a tal título, pues fue un consumado constructor de puentes en un mundo en el que proliferan como hongos los dinamiteros.
Jorge Mario Bergoglio ya dejó clara sus intenciones pontificias con el nombre papal que eligió, que alude a Francisco de Asís, el santo ecologista que vivió en la más estricta pobreza y observancia de los Evangelios. Cuentan que la transformación del de Asís, de vida licenciosa hasta entonces, se dio a raíz de convivir con los leprosos. Después se empeñó en reconstruir la capilla de San Damián tras escuchar a su crucifijo decirle: «Francisco, vete y repara mi iglesia, que se está cayendo en ruinas». Entonces vendió el caballo y las mercancías de su padre y ofreció lo ganado al sacerdote de San Damián, pero este lo rechazó.
Con este referente canónico, Bergoglio se afanó en restaurar una Iglesia enmohecida que amenazaba ruina porque no se le había hecho ninguna reforma desde el Concilio Vaticano II, sino todo lo contrario. Así, enfrentándose al rechazo de los nuevos fariseos y escribas que la infestaban, se arremangó para limpiarla de corruptos y pederastas, para devolverla a sus orígenes, para recuperar y reforzar sus carcomidos cimientos, que no son otros que el mensaje evangélico sintetizado en el sermón de la montaña de Jesús de Nazaret, que pone en el centro de atención y acción a quienes están en la periferia y lo márgenes. Asimismo, abrió sus puertas de par en par, admitiendo en su seno, sin juzgarlos, a los leprosos de hoy en día, como los divorciados, el colectivo LGTBI o las mujeres que abortan, pese a que, ajustándose en eso a la ortodoxia católica, no reconocía el matrimonio homosexual, si bien autorizó a los sacerdotes a bendecir las parejas del mismo sexo, y era tajante en calificar el aborto de asesinato, aunque instaba a «dar consuelo y no castigar nada» a aquellas que interrumpieran su embarazo. Porque ante todo Francisco se esforzaba por comprender y compadecer. También promovió un mayor protagonismo de la mujer en la Iglesia, aunque sin dar el paso de permitir el sacerdocio femenino, así como una Iglesia sinodal, menos jerárquica y clerical, con una mayor participación de los seglares, más fiel a su etimología (iglesia procede de la palabra griega ecclessía, que era la asamblea de ciudadanos en la democracia ateniense).
Pero, sobre todo, se erigió en un referente moral mundial que, más preocupado por el más acá que por el más allá, puso el dedo en la llaga de problemas que nos afectan a todos, creyentes y descreídos, como la emergencia climática, la creciente desigualdad social, el denigrante trato dado a los inmigrantes, la violencia de género, la trata de mujeres, las guerras olvidadas… Eso le valió el calificativo de progre, aunque, en verdad, intentaba ser fiel a los Evangelios, algo visto como demasiado revolucionario por no pocos cristianos de misa y comunión, de palabra pero no obra, que olvidaron la parábola del buen samaritano y hoy hubieran vuelto a pedir la crucifixión de Jesús por rojo o 'woke', pues, como canta Sabina, «no hay que ser muy lista, / pa mí... Jesucristo, / el primer comunista / (...) ¿Y qué opinas del papa de Roma? / Ese... un particular». Mas Francisco, fue muy particular. Gracias a Dios. Recemos por que su sucesor prosiga su camino, verdad y vida. Amén.
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