No puedo dar muchos detalles de ella porque la vi hace mucho tiempo y, tras verla, se me quitaron las ganas de repetir la experiencia. ... Era una película terrible, no por ser de mala calidad (no tengo pujos de cinéfilo; me gusta mucho, pero no me siento quién para sentar cátedra) sino por lo insufrible de lo que contaba; mejor dicho, por cómo lo contaba. Creo que titulaba 'Mundo grúa' (no me hagan mucho caso, hablo de memoria); no sé si se trataba de una película argentina (pueden buscarla en internet, como todo, si tienen mucho interés) pero sí es cierto que se referían hechos acaecidos durante la ominosa dictadura militar que sufrieron desde finales de los 70 a mediados de los 80 del siglo pasado. Ya digo que lo que me revolvió no era lo que contaba (vejaciones, torturas, estupros y toda clase de iniquidades, no solo contra detenidos sino contra familiares de los mismos: coacciones continuas, aprovechamiento siniestro y desleal de la condición de los inculpados en todos los niveles hasta límites absolutamente denigrantes) sino la manera de narrarlo.
Supongo que todos hemos crecido con la salvaguarda de la distancia temporal para así alejarnos de vejaciones históricas como el período nazi o la inmisericorde represión con los vencidos tras la guerra civil por parte de los vencedores. Pero hay sucesos terribles que ya nos cogieron mayores, con cierta capacidad de discernimiento y cuando las cosas ocurrían ya no era el tiempo sino la distancia física la que nos permitía preterir los hechos y centrarnos en nuestra cercanía para poder obviarlos. Pero yo cuento todo esto porque cuando observaba escenas de tortura y el ambiente del lugar donde se llevaban a cabo (ni siquiera sé –tampoco me importa– si se trataba de la tantas veces mencionada en la novela de hoy ESMA o en cualquiera de los otros centros de detención y tortura habilitados al efecto por cualquier parte del país) lo que más me sobrecogía era que durante todo el tiempo en que practicaban allí todas esas vejaciones, sobre todo –y esto sí que me conturbaba– por las mañanas, se escuchaba de manera continua la radio: los programas musicales, de entretenimiento, la publicidad diaria…, todo lo cual confería una pátina de terrible normalidad a toda esa insoportable situación.
En 'La llamada' se alude constantemente a la presencia de una canción de Nat King Cole (en castellano) que se ponía todo volumen para acallar los desgarradores alaridos de los torturados, pero esto de la radio era –a mi parecer mucho peor– porque ese barniz de cotidianidad hacía parecer estos terribles procedimientos como una anomalía soterrada que a nadie ni a nada debía afectar. Eso es lo que a mí más me ha removido de este «retrato» (el subtítulo no es en absoluto caprichoso) que uno lee sujetándose las bascas y teniendo que levantarse y oxigenarse cada poco para soportar lo aquí contado; y eso que en ningún momento, la autora se regodea en la descripción minuciosa de los horrores que en aquella funesta ESMA se llevaron a cabo.
Esta novela de Leila Guerriero (Junín, Argentina, 1967) (lo de novela debe ir subrayado) no es un relato sobre la situación que se vivía en el país durante la represión llevada a cabo por los militares en aquel momento; para el interesado hay abundantísima bibliografía sobre ello. Lo que ha hecho aquí nuestra autora es focalizar la situación en el relato que cuenta, durante sucesivas y espaciadas entrevistas, un personaje tan real como fascinante (o así se nos antoja tras la lectura) como es Silvia Layburu, sobre quien pivota toda la narración. Si quieren un dato de situación fue una de las pocas mujeres que fueron violadas durante el periodo que estuvieron detenidas, que se atrevió a denunciarlo hasta que consiguió una condena aparte por este delito contra sus captores. Pero aquí hay mucho más, aquí hay un antes (procedía de una familia rica, bien situada y militó con los montoneros), un durante (fue detenida y vejada pese a estar embarazada) y un después, soberbiamente manejados estos tres tiempos, entremezclándose muchas veces sin solución de continuidad, de su terrible historia. Por eso esa insistencia que hacía antes en lo de «un retrato» porque durante las cuatrocientas y pico páginas que dura la novela asistimos a las tremendas contradicciones que la rodearon como persona (y personaje), con el cotejo casi continuo de cuanto dijo e hizo con lo que de ella dijeron y le hicieron quienes la rodeaban. Encontrará quien lea un personaje llamativo rodeada de no menos atractivos agonistas que la acompañan, la moldean, la mortifican, la quieren y hasta la traicionan cuando, sorpresivamente para ella –tal vez para muchos– le echarán en cara el hecho de haber salido viva de aquella tortura, con lo que tiene de sospecha implícita de estar así porque, entonces, delató a otros y así se garantizó su supervivencia.
Es leerlo y no creerlo, por eso hay que hacerlo. Luego, que cada cual elabore su juicio, que de eso se trata; encomiable de todo punto, eso sí, el papel cercano y a la vez preciso de la narradora que nos reproduce la historia.
La llamada
Leila Guerriero. Editorial: Anagrama. Barcelona, 2024. 432 páginas. 21,9 euros
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