Del campo al tablero, los aranceles mueven ficha
Juan Quintana
www.juanquintana.com
Lunes, 2 de junio 2025, 08:44
Durante años, el comercio internacional ha sido presentado como un espacio abierto, guiado por reglas claras, eficiencia económica y cooperación global. Pero basta observar con ... calma lo que está pasando para darse cuenta de que eso es, más bien, una aspiración teórica. En la práctica, las decisiones comerciales están cada vez más condicionadas por cálculos políticos. Y los aranceles, lejos de ser una reliquia, se han convertido en una herramienta habitual. Se usan en tiempos de guerra y de paz, como instrumento de presión o como medida de protección. Y casi siempre por los mismos motivos: defender lo propio cuando hay algo que defender.
Estados Unidos lo ha dejado claro. Donald Trump, en su línea habitual, ha anunciado la imposición de un arancel del 50% a los productos de la Unión Europea. Y no es el primero. En su mandato anterior ya recurrió a esta vía con frecuencia, apuntando a China, a Europa y a todo aquel que, según él, estuviera perjudicando a la industria norteamericana. Su argumento no ha variado: la globalización ha debilitado al país, y ahora toca reforzarse, aunque sea con medidas que tensan el comercio mundial.
En paralelo, la Unión Europea ha movido también ficha. Ha aprobado un nuevo paquete de aranceles que afecta a productos procedentes de Rusia y Bielorrusia, incluidos fertilizantes y alimentos básicos como azúcar o harina. El planteamiento tiene dos objetivos claros: dificultar que esos países generen ingresos que puedan terminar financiando la guerra en Ucrania, y proteger al campo europeo, que arrastra ya varios años de precios inestables y de competencia exterior cada vez más agresiva. El arancel del 6,5% a los fertilizantes y los incrementos de hasta el 50% en el resto de productos no solo tienen efecto económico; también marcan una posición política.
Lo que estas decisiones ponen de manifiesto es que la política arancelaria no responde a una lógica técnica ni neutral. Se protege lo que se considera estratégico. Y eso casi siempre se traduce en empleo, votos o estabilidad. Nadie se plantea si es justo o injusto. Se analiza si conviene. Y punto. En este marco, el papel de la Organización Mundial del Comercio ha quedado reducido al de espectador con reglamento en la mano. La OMC nació para establecer normas comunes, evitar abusos y resolver conflictos. Pero le faltan herramientas para hacer cumplir sus decisiones. No puede sancionar con eficacia, y cuando quien se salta las reglas es una potencia global, la institución apenas puede hacer otra cosa que tomar nota.
Más que árbitro, es un testigo incómodo. Tampoco conviene olvidar que el libre comercio, tal como se ha defendido durante décadas, nunca ha sido universal. Siempre ha estado lleno de condiciones, de excepciones, de cláusulas de escape y de tratados que se negocian de forma bilateral o entre bloques. Cada país protege lo que considera esencial. Y en ese grupo entra, casi siempre, el sector agrario. Por razones obvias: es un sector vinculado a la soberanía alimentaria, al empleo rural y, no pocas veces, a la identidad política de muchos territorios.
Cuando toca defenderlo, se defiende. Y cuando no, se deja a su suerte. Pero no hay neutralidad. Por eso, más que un residuo de otros tiempos, los aranceles son hoy parte estructural del sistema. No solo no desaparecen, sino que se revalorizan. El ideal de un mercado global sin aranceles es cada vez más difícil de sostener. La partida se juega con otras reglas. Y en ese tablero, cada país mueve sus fichas según su posición y prioridades. Los sectores con peso se blindan. Los que no lo tienen, asumen el riesgo. Y en el centro de todo, los aranceles siguen actuando como una de las armas más visibles y efectivas.
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