Quejarse en Extremadura de la lluvia es como quejarse en Finlandia de que ha salido el sol. Todos los años, durante el Extremúsika, hay jóvenes ... que comentan, en el bar o el bus urbano, la suerte de que no llueva y se puedan celebrar los conciertos. Inmediatamente, caen sobre ellos invectivas y sarcasmos: «Cómo se nota que sois de Madrid y creéis que el agua solo sirve para beber… Qué más os dará mojaros mientras bailáis, a quienes no les da lo mismo es a las vaquitas, que, si no llueve, no comen».
La otoñada ya está aquí y parece que viene con alegría, o sea, con agua. En Extremadura, la lluvia nunca es suficiente salvo excepciones. Suele caer mansa y benefactora, ¡gloria bendita! Desde niños, sabemos que los años buenos son los de agua y a nadie se le ocurre quejarse de la lluvia en el ascensor. Históricamente, si la otoñada venía lluviosa, los comerciantes almacenaban mercancía y los bares acopiaban vino en la seguridad de que todo se despacharía. Pero si el otoño venía seco, el año sería penoso y habría carestía, así que solo quedaba rogar: «Agua, Cristo de la Zarza, que el de Ceclavín no la alcanza». Aquí reina una solidaridad agropecuaria ancestral que nos lleva a exclamar: «¡Qué agua más buena!» cuando entramos en el ascensor calados, empapados, chorreando. Y los compañeros de elevación saludan nuestros estornudos con alegría: «Con la falta que hacía».
Extremadura es así: llueve y somos felices aunque no tengamos vacas.
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