Ella se bebió mi refresco
Los cafés explican las ciudades y las elecciones europeas
J. R. Alonso de la Torre
Lunes, 2 de junio 2014, 07:37
El otro día entré en un café y una señora se bebió mi refresco. Después fui al servicio y había un señor cantando flamenco. Bares, qué lugares. Inspiran canciones, poemas, novelas y tratados de fenomenología. Sartre creía que nadie redactaría nunca un libro de filosofía en un bar americano y Steiner ha escrito que «mientras haya cafés, la idea de Europa tendrá contenido».
Y es verdad que los cafés son un elemento singular y fundamental de las ciudades europeas. El Gijón de Umbral, A Brasileira de Pessoa, el Novelty de Torrente Ballester o el Procope, donde se vieron por última vez Danton y Robespierre, son lugares de peregrinación donde uno entiende que la historia pasa por allí y se prolonga en su café demorado, en su vaso de vino bebido a sorbos lentos, para que cunda el tiempo.
En los bares americanos no se puede escribir ni se siente la historia porque no vaga. En muchos de ellos, hay desalojadores que te exigen renovar las consumiciones. Eso no me ha pasado nunca en un bar europeo excepto una vez en un café de Colonia. Quizás sea por eso que los alemanes, últimamente, más que una noción espiritual de Europa tienen una visión mercantil de Europa.
En tiempos de euroescépticos, los cafés mantienen los fundamentos de un universo común y no desmienten, todavía, a Steiner cuando aseguraba que si uno dibuja el mapa de los cafés, «obtendrá una de las referencias esenciales de la noción de Europa». Ya avisaba el filósofo de que no quedaban cafés antiguos en Moscú porque esa ciudad se estaba convirtiendo en un suburbio asiático. Y señalaba que en Gran Bretaña había muy pocos cafés y muchos pubs, pero estos últimos tienen un aura y una mitología muy particulares. Nigel Farage, el líder del UKIP, partido euroescéptico triunfador en Gran Bretaña, aparece en las fotografías bebiendo cerveza en un pub, nunca en un café.
El psicoanálisis se discutió en los cafés de la Viena imperial. Lenin escribía y jugaba al ajedrez con Trotsky en los cafés de Ginebra. Kierkegaard reflexionaba en los cafés de Copenhague. ¡El pensamiento y la literatura europeas le deben tanto a los cafés! El pub es más de ocurrencias, de cánticos ebrios, de autoafirmaciones futboleras, patrioteras, demagógicas.
Cuando llego a una ciudad, lo primero que visito son sus cafés. Es una manera de entenderlas. En La Marina y en el Gran Café Victoria se entiende Badajoz. En el Gran Café y en el Alfonso IX se comprende Cáceres.
El otro día, iba yo ascendiendo la avenida de la Montaña de Cáceres y me entró sed. Subí las escaleras del bar Zeppelin (un café con un nombre muy europeo si recordamos al conde Ferdinand von Zeppelin, uno de los propulsores del dirigible) y pedí un refresco de naranja. Me lo sirvieron y di un primer sorbito para refrescarme. Dejé el vaso sobre la mesa y, ¡oh sorpresa!, apareció una señora algo agobiada, agarró mi vaso con auténtica pasión y se bebió mi refresco de un trago. El camarero y yo nos quedamos estupefactos. Peor lo pasó la señora cuando el barman le pudo delante su mosto y se percató del incidente.
Nos reímos, nos disculpamos, ella por la intrusión, yo por mi primera cara de disgusto y enseguida entablamos amistad. Me contó, de nuevo Europa, un viaje con sus amigas a Budapest, cuando, sedientas, miraron con cara de ansiedad a un grupo de muchachos cargados de botellas de agua y ellos les dieron de beber.
El camarero me sirvió otro refresco. La señora quiso pagar el primero, pero no se lo permitieron, y yo me acerqué al baño. Al entrar, ¡otra sorpresa! Había un caballero meando al tiempo que cantaba flamenco. Se arrancaba por fandangos a voz en grito y, no sé cómo lo haría, tocaba las palmas a pesar de que tenía su mano donde se debe en estos menesteres.
Orinar al lado de un cantaor entusiasmado y hacerte amigo de quien se bebe tu refresco son experiencias inolvidables que explican una ciudad, Cáceres, y complementan una idea: Europa.