«Reconocer los 47 cadáveres, lo más duro»
Felipe Rubio, testigo directo de la tragedia de la presa de Torrejón, recuerda cuando las aguas del Tajo mataron a 47 personas durante la construcción del embalse, en octubre de 1965
MIGUEL ÁNGEL MARCOS
Miércoles, 11 de marzo 2015, 18:33
El 22 de octubre de 1965 ha quedado marcado para siempre como una de las fechas más trágicas de la historia reciente de Extremadura, ya que 47 personas, muchas de origen extremeño, encontraron la muerte bajo las aguas del río Tajo cuando se construía la presa de Torrejón, en el corazón de lo que dos décadas después sería el parque de Monfragüe.
La fuerza del agua que se desbocó tras la rotura de la compuerta que separaba la presa del canal de bombeo arrastró grúas y camiones y sepultó a buena parte de las personas que trabajaban en su interior, cuyos cuerpos se encontraron días, semanas y hasta meses después en pozos, en los cerros cercanos o río abajo.
Testigo directo de aquella tragedia fue Felipe Rubio Nuevo, un moralo de 56 años que hoy mantiene tan vivo como ayer el recuerdo de los terribles momentos que se vivieron, aportando de forma casi fotográfica horas, fechas, nombres y números. A través de su testimonio se trata de recordar a otros muchos testigos que todavía viven y que, en algunos casos, como el de Felipe, ayudaron a salvar vidas, dado que sin su esfuerzo el número de fallecidos habría sido mayor.
De toda España
Las obras de la presa de Torrejón-Tajo comenzaron en 1962, llegando a participar en los trabajos cerca de 3.000 hombres. Solo en su empresa, Hidroeléctrica Española, había 1.600 trabajadores procedentes de toda España -Madrid, Cataluña o las Vascongadas de entonces- y por supuesto de Extremadura, de Torrejón el Rubio, Talaván, Serrejón, Serradilla, Casatejada, Plasencia, Navalmoral de la Mata y un largo etcétera.
Entre ellos se encontraba un joven Felipe, que entró en las oficinas con solo 17 años, ayudando en todo lo relacionado con las nóminas o los contratos. «Fueron tres años estupendos, en los que tuve el privilegio de conocer a muchísimas personas, con algunas de las cuáles mantengo todavía una gran amistad», apunta.
Al principio estuvo contratado como pinche, dado que por su edad no podía tener otra categoría. Hasta que pasados unos meses cumplió los 18 años, lo que le supuso ascender a auxiliar administrativo y pasar de cobrar 2.500 pesetas mensuales a 6.000. «Fue el día más grande de mi vida», confiesa. Meses después, en octubre del 65, llegaría el más triste.
La vida en el poblado transcurría entre la rutina y la normalidad, con mucho trabajo y mucho compañerismo. «Se estaba aquí de lunes a sábado, explica. El sábado se terminaba la jornada a la una, nos duchábamos y Benito Pino nos esperaba con el autobús para llevarnos hasta La Bazagona a coger el automotor de entonces. Ibamos con gran ilusión para ver a la novia, a las mujeres, a la familia... Luego se retornaba a la dos y media de la madrugada del domingo al lunes. Veníamos de Navalmoral y parábamos en La Bazagona, donde nos esperaba el autobús, dormíamos unas horitas y a las siete de la mañana arriba porque había que entrar a las ocho a trabajar. A diario se paraba a la una, se comía y se volvía a empezar a las tres, ya sin saber cuando se salía porque el trabajo en la oficina, como en todos los sitios, era enorme».
El poblado de Hidroeléctrica era, por entonces, un verdadero pueblo, con más habitantes que buena parte de los municipios de la región. Nada que ver con el abandono y las ruinas de hoy en día, que casi llevaron a Felipe a dejar escapar alguna lágrima al mostrarnos las distintas dependencias de lo que fue su hogar hace casi 40 años: las oficinas, los almacenes, los jardines...
«Ahí estaba la casa de dirección, que era la residencia uno, nos indica. La dos era la de los ingenieros; la tres, que tenía más categoría que la nuestra, y la cuatro la de los obreros, abajo en el poblado». Con especial cariño recuerda el comedor y a las mujeres que lo atendían, «a las que nunca podré olvidar por su amabilidad y porque se comía de maravilla. La pensión de la residencia nos costaba 25 pesetas al día con todo incluido, menos cuando pedíamos algún extra porque queríamos comer mejor. Pero se podía hacer poco, porque se notaba mucho a final de mes».
Todo aquello es hoy una enorme ruina, donde abundan la maleza, el mobiliario destrozado o los papeles desperdigados por el suelo, pese a que hasta hace no demasiado tiempo existió un cierto mantenimiento. Pero hoy el poblado no es más que un pobre fantasma de lo que fue en su día. Y es que solo está operativa la parte baja del recinto, la zona automatizada de las dos presas.
¡Se ha reventado la presa!
Pero volvamos al pasado. Al fatídico 22 de octubre del 65. «A las nueve y cuarto de la mañana alguien salió a realizar un servicio y gritó ¡la presa, se ha reventado la presa!», narra el entonces joven administrativo de Hidroeléctrica. Ese alguien era su primo José Rubio. «Todos dejamos inmediatamente la actividad y salimos a ver qué pasaba, asomándonos a un balcón próximo a nuestras oficinas, añade. Vimos cómo la compuerta se había roto por la potencia del agua, cómo volcaban los camiones y las grúas y sobre todo cómo la gente pedía socorro, y se iba corriendo por los cerros con un tremendo dolor por los seres que quedaban abajo, porque había familiares y no podían hacer nada para salvarlos».
La imagen vista desde arriba, justo desde donde lo revivía Felipe, debió ser desoladora, toda vez que el canal de desagüe -que va de la presa de Torrejón al Tiétar para recuperar agua en tiempos de sequía- se convirtió en unos minutos en una gigantesca tumba. Allí se encontraban quienes realizaban trabajos en el interior, como ferrallistas o encofradores, al estar todavía estaba vacío, mientras que el Tiétar, a unos metros, llevaba su cauce normal. Todo cambió en cuestión de segundos, al arrollar el agua lo que encontró en su interior, con muchos metros de profundidad. El que pudo salir, lógicamente salió, pero a muchos no les dio tiempo o no sabían nadar. «Otros no pudieron hacerlo porque tenían anclajes, y el agua les zarandeó de tal forma que recuerdo a un muchacho de Arroyo de la Luz que tenía un agujero como si le hubieran operado de apendicitis». Debió ser brutal, aunque aún pudieron morir más operarios, que alertados por el estruendo del agua o por los chillidos de auxilio se percataron de que algo no iba bien y salieron huyendo.
Ni una triste placa
De inmediato todos los trabajadores fueron a ayudar en lo que pudieran. Felipe y sus compañeros bajaron corriendo desde las oficinas. El cogió una soga del almacén y corrió, barrera abajo, hasta llegar a los pozos, de donde logró salvar a un paisano, a Manolo Sánchez, ya fallecido. «A los que se iban rescatando del agua se les quitaba la ropa, se les daba aspirinas, coñac y café cargado para que entrasen en calor, porque tiritaban de frío». Otros tuvieron peor suerte, y sus cadáveres se fueron encontrando paulatinamente, ya que el agua tardó mucho en bajar. El primero que apareció fue un vecino de Berrocalejo, al que siguieron uno, dos, tres, cuatro, seis cadáveres...
«Unos estaban en los pozos de achique, otros en los encofrados del túnel, otros río abajo... Fue tremendo. Recuerdo que una noche estábamos durmiendo, y nos llamó el médico a las cuatro de la mañana porque se habían encontrado seis cadáveres y había que reconocerlos. Olían que apestaban. Lo más duro era reconocerlos, decir 'este era fulanito de tal' y salir a vomitar. Se reconoció a todos. A algunos por su ropa, su reloj, sus anillos, sus gafas... El más significativo fue un vasco, de cuyo nombre no me acuerdo y que era una excelente persona, por los cinco anillos que llevaba en una mano. Son unas imágenes que las estoy viendo. Después se metían en ataúdes de cinc, se soldaban y se enviaban a su lugar de origen, excepto seis que se encuentran en el cementerio de Toril. La mayoría aparecieron a las seis u ocho semanas, aunque alguno tardó en encontrarse hasta ocho meses, que fue el último».
A las pocas horas de conocerse lo ocurrido las inmediaciones de la presa se convirtieron en un auténtico hormiguero de gente procedente de todos los pueblos de los alrededores, unos para ayudar y otros para ver si a sus familiares les había ocurrido algo, junto con Guardia Civil, personal sanitario o autoridades. «Vinieron hasta las cámaras de la televisión inglesa que hicieron un reportaje», indica.
Felipe se marchó por primera vez a casa a los 19 días, vistiendo siempre la misma ropa y el mismo calzado y descansando en unas condiciones muy precarias, porque hubo que habilitar las oficinas para la gente que vivía en otro poblado de trabajadores situado río abajo, a un kilómetro de la presa. Dormían en el suelo, rodeados de estufas, esperando que fueran apareciendo cadáveres para reconocerlos.
Pagar indemnizaciones
Pasado un tiempo, ya con las cosas un poco más tranquilas, se ofició una misa multitudinaria en la catedral de Plasencia, al margen de los actos religiosos que se hicieron en la propia presa y en los distintos pueblos. Pero a Felipe aún le quedaban momentos duros por venir. Junto con un compañero, Antonio Marcos Sánchez, fue el encargado de entregar a las madres o viudas la indemnización que correspondía a los fallecidos: 20.000 pesetas. «Fuimos a muchos pueblos, Arroyo de la Luz, Aliseda, Alcántara, Plasenzuela... Pero el momento más desagradable lo vivimos en Torrejón el Rubio con la madre de uno de los fallecidos, cuando entramos y dijimos que éramos de Hidroeléctrica. Nunca voy a olvidar a aquella mujerona, tan grande, todo de negro, llamándonos asesinos y canallas. Tuvimos que salir corriendo».
No ha olvido a aquella mujer como no olvida los hechos vividos, que le hicieron convertirse en hombre cuando apenas era un chaval. «¿Cómo lo voy a olvidar?, se pregunta. Lo tengo grabado. Fue mi primer trabajo, mi primera experiencia, mis primeros amigos, mis primeros jefes... Todo. No lo podré olvidar mientras viva». Y menos aún después de haber recordado para nosotros tan terrible experiencia.
Ni una triste placa
Tres años después de todo aquello se inauguró la presa, sin la presencia del general Franco, que sin embargo sí había estado anteriormente en Valdecañas. Ni una triste placa recuerda hoy al medio centenar de trabajadores a los que el Tajo arrebató su vida. Inicio: La presa empezó a construirse en 1962, inaugurándose seis años después.
Mano de obra: En las obras intervinieron más de 3.000 trabajadores llegados de distintos puntos de Extremadura y de toda España. Fue necesario construir dos poblados para alojarlos.