Un Estado sin fronteras
Pilar Coslado
Miércoles, 30 de abril 2025, 23:15
Hay Estados pequeños, y luego está el Vaticano. Una superficie tan reducida que uno podría recorrerla sin despeinarse y aun así tropezarse con más poder ... del que encontraría en varios kilómetros cuadrados de Bruselas. Apenas 44 hectáreas, y sin embargo, un peso específico en la política internacional que muchos países con PIB de varios ceros miran con envidia, y en el que todo el planeta quiere audiencia papal.
Este minúsculo enclave, donde se celebran los cónclaves, rodeado por Roma pero con personalidad propia, es como un huésped que se ha hecho fuerte en el salón. No tiene agricultura, ni ganadería, ni industria pesada. No produce semiconductores, no lidera ninguna revolución digital, y no se ha apuntado aún a ninguna cumbre del hidrógeno verde. Pero da igual: el Vaticano no compite en el mercado, compite en el relato. Y en eso, lleva siglos de ventaja.
No es que tenga poder o influencia: la reparte. Discreta, envuelta en celofán diplomático, servida en bandeja de plata en embajadas, despachos y pasillos donde lo que no se dice es casi más importante que lo que se firma. No es necesario que domine la economía mundial: le basta con dominar la agenda. Si el mundo fuera una novela, el Vaticano sería ese personaje secundario que aparece poco, pero mueve toda la trama.
No tiene ejército, pero sí información, contactos y una memoria institucional que se remonta al Imperio Romano. Porque aquí se archiva todo. Y cuando digo todo, quiero decir TODO. Hay naciones que tienen servicios secretos; el Vaticano tiene un sistema de archivos tan eficiente que ni la curiosidad de Dan Brown ha logrado descifrarlo del todo.
Podría parecer un anacronismo con su guardia suiza disfrazada de carnaval y su boato cuasi monárquico, pero a la hora de negociar, convenir y colocar mensajes estratégicos en la agenda internacional, actúa con la precisión de un reloj suizo. De esos que no se venden, pero valen una fortuna. Su maquinaria diplomática, entrenada con siglos de sutileza y silencio, opera por debajo del radar con la eficacia de quien sabe que la mejor forma de ejercer poder es no parecer que lo estás haciendo.
Porque, admitámoslo: si hay un Estado que ha perfeccionado el arte de ser escuchado sin levantar la voz, ése es el Vaticano. No necesita despliegues. Le basta una frase breve, cuidadosamente medida, y las redacciones del mundo entran en combustión. Y si no dice nada, aún mejor: el silencio del Vaticano es una declaración más elocuente que muchas ruedas de prensa.
Además, es un Estado que ha sabido sobrevivir a todo: guerras, revoluciones, cambios de régimen, modernidad líquida, redes sociales y crisis existenciales. Ha visto pasar emperadores, dictadores, comunistas, neoliberales, tecnócratas y populistas, y ahí sigue, con su bandera intacta, su plaza llena y su agenda siempre actualizada.
«El Vaticano no se adapta, espera», dijo un diplomático italiano con cierta resignación. Y tiene razón. Porque el que espera con paciencia, al final se sienta a ver cómo sus adversarios se marchitan solos. En ese sentido, no es un país: es una estrategia.
Y aun con todo esto, sigue pareciendo un lugar discreto, casi amable. Sus ciudadanos caben en un teatro, sus edificios en un álbum turístico, y su gobierno en una silla, o para los creyentes en una Cruz. Pero su alcance político es de escala global. Quizá porque, como decía cierto cínico ilustrado: «El poder verdadero es aquel que se ejerce sin necesidad de ejercerlo».
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