No los perdonen porque sí saben lo que hacen
TRIBUNA ·
Francisco Bernaldo de Quirós y Fernández de Córdova ha desasistido durante décadas la ermita de Santa María de Brovales, porque la fatuidad ciega al gran hacendadoFELICIANO CORREA
Sábado, 27 de marzo 2021, 09:43
En los años 60 del siglo XX, cuando volvía de vacaciones a mi Jerez de nacencia, siempre visitaba ese oratorio templario, Santa María de Brovales, ... enclavado allá donde las cigüeñas negras viven a sus anchas y donde solo el dolondón de los cencerros despierta de sus siestas a los mastines. Con arrumbados materiales visigodos y con aporte de piedras graníticas arrastradas por robustos bueyes, lograron los templarios elevar este pequeño templo, adornándolo con trabajadas puertas ojivales y con una espadaña que fue luego sustituida en el siglo XVIII. Ahora, un caballo de hierro, que decían los antiguos, se ha cargado el edificio porque, como los árboles, las ermitas no saben correr.
En mi obra 'Los últimos recodos del camino' (1992), escribía: «La gloria de granito por el suelo, convertía la grandeza tallada en vulgaridad pétrea, dando al paraje un regusto fantasmal. Cuando hubiera bastado emplear el beneficio de una vaca retinta al año para mantener la estampa de tan singular arquitectura vernácula. Cada vez que he arribado en ese sitio, que fue revuelo campesino por los disantos, notaba un pellizco en mi alma. Reclamé ayuda y quise ser interprete del silencio de las piedras; pues cerca de ahí, la ermita de San Antón, lugar citado por el historiador Solano de Figueroa, también sufrió la acción de los cafres oficiales. Solo llegué a tiempo de ponerme delante de una pala mecánica y salvar el porche. Publiqué 'Derriban con una excavadora en Jerez de los Caballeros la ermita de San Antón, del siglo XVII' (HOY, 7-12-2001).
Para completar los relatos sobre la de Brovales, que reflejé en mi libro 'El señorío de la Granja' (2016), acudí nuevamente allí. Ahora acompañado del excelente fotógrafo Isidro Álvarez. Había crecido el arroyo y tuvimos que desnudarnos y, con la ropa en la cabeza, llegar hasta la coqueta iglesia. Tomamos las imágenes y redacté una crónica con honda amargura. Escrita ha quedado la vida del lugar, antes de que estos salteadores de historias y cuatreros con título, la hayan destrozado. Con esas anotaciones, y siguiendo los cimientos, se les debería obligar a restaurar lo dañado.
Con tantos funcionarios en plantilla no se vigila el vandalismo de esos ilustrados hijos de papá, que deberían ser custodios y no iconoclastas de bienes que heredaron y jamás sudaron
Resulta que tenemos leyes para defender el patrimonio histórico, pero ante los ataques de bandoleros insensibles y de larga genealogía, con frecuencia permanecemos impasibles. En este caso no pueden ahora argüir ignorancia sobre el valor de ese oratorio; pues sabían de su importancia. Por el contrario, nos ensañamos con los más humildes. Todavía recuerdo al panadero que dediqué en HOY un artículo titulado 'La ventana de Agapito' (28-11-2009). Le pusieron multa de 50.000 euros por ensanchar una ventana. ¡Cuántas horas de amasijos hubo de padecer este esclavo de las madrugadas, para saldar la deuda! Pero el Código Penal, como si estuviéramos en el Antiguo Régimen, suele dispensar a estos otros presuntos delincuentes de las penas de cárcel, aunque conculquen los delitos tipificados en ese código. Con tantos funcionarios en plantilla, no se vigila el vandalismo de esos ilustrados hijos de papá, que deberían ser custodios y no iconoclastas de bienes que heredaron y jamás sudaron.
Los visitadores de la Orden de Santiago, en 1498, se llegaron hasta Santa María, y dan noticias de los valores del santuario. El cuaderno de 1724 nos relatas estampas preñadas de ingenuidad; cita reparaciones en el renovado campanario en 1614, y refiere limosnas y favores divinos recaídos en los fieles.
En mi última crónica –2016–, escribí: «Son las 5,45 de la tarde. Recuerdo a Lorca. De nuevo me hallo ante la capilla, y me siento hondamente dolido. La veleta se ha anquilosado por esa artrosis que acarrean las soledades. Se quejaba León Felipe de no tener casa solariega y blasonada... y quienes heredaron blasón, casoplón y recintos de aquellos monjes-soldados, hacen que ese lugar, antaño de incienso y sagrario, haya venido a ser menos que casa, menos que choza, y solo cobertizo de malvas y escorpiones». Porque los dueños, hijos del Máster y del Chanel, ignoran el pasado para mirar al IBEX-35. Recientemente es ya administrador único de esas tierras el joven Ignacio Bernardo de Quirós, hijo de Francisco Bernaldo de Quirós y Fernández de Córdova, XX marqués de Bacares y XXIII conde de la Puebla, persona de luengos latifundios y más luengos blasones. Este señor ha desasistido durante décadas ese eremitorio, porque la fatuidad ciega al gran hacendado. Resultaría atemporal que siga creyendo en el engreído lema de su apellido, que así campeaba: «Antes que la voz de Dios/ valles hiciera y peñascos, / ya Quirós eran Quirós/ y los Velascos, Velascos».
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