El ladrón
JOSÉ LUIS GIL SOTO
Martes, 13 de diciembre 2022, 08:32
Resulta lamentable que el delito de malversación tenga que ser revisado a la baja en el Código Penal por los mismos que pueden cometerlo. No ... hay que olvidar que malversar es apropiarse o destinar los caudales públicos –ojo, públicos– a un uso ajeno a su función. Son, por lo tanto, quienes manejan la cosa pública quienes pueden desviar los fondos que son, no lo olvidemos nunca, de todos. En un país decente, la indignación popular sería ilimitada después de comprobar que el dinero de cada uno es destinado, previo pago de impuestos, a un uso al que no está destinado.
Al margen de la malversación, frecuentemente acompañada de una prevaricación como un templo, resulta destacable la generalización de casos como el que acaba de golpear a una institución tan presumiblemente honorable como el Parlamento Europeo. La vicepresidenta Eva Kailí ha cometido, supuestamente, un delito de blanqueo de capitales y corrupción relacionada con el mundial de fútbol que se celebra en Qatar.
Al parecer, la socialista griega llegó a la política careciendo de lo que debería poseer a raudales cualquier servidor público, que es precisamente la vocación de servicio. Arrimarse a la política con la clara intención de medrar, ya sea por la consecución de poder o por la posibilidad de robar, alenta a ciertos representantes del pueblo a alejarse del refrán español, tan válido para otros tantos políticos, que dice que «la ocasión hace al ladrón».
Es descorazonador darse cuenta de que ya ni siquiera la ocasión hace que quien sirve al pueblo se lleve lo que no le pertenece por ser propiedad del mismo pueblo al que dice servir, sino que, para colmo, muchos de quienes llegan a la política lo hacen ya con una clara intención de participar del robo colectivo.
Lejos del escarmiento, los casos de corrupción producen un eficaz efecto llamada, atrayendo como un imán a quienes están predispuestos a participar del festín. No hay consuelo para los contribuyentes, que vemos pasar cifras escalofriantes por los titulares de prensa, acompañadas en ocasiones por la intención de los gobiernos de restar importancia.
Lejos quedan los efectos de los castigos ejemplarizantes, aquellos capaces de disuadir a quienes no tienen la condición nata de delincuentes y se transforman a fuerza de ver pasar la pasta fresca por delante. A los otros, a los que nacen para enriquecerse sin esfuerzo, a costa de los demás y pasándose por alto todas las normas que nos damos para la convivencia, a esos, no les resulta eficaz ningún escarmiento.
Al final uno se pregunta quién queda para la política decente, para la actividad servicial, para la romántica tarea de mejorar las condiciones de vida de los demás con la sinceridad de los valores y la moral. El efecto llamada del enriquecimiento fácil ahuyenta a muchos que, con inteligencia brillante y ética bien construida, podrían servir con mayor efectividad a la sociedad en su conjunto. Y lo peor de todo es que pagan justos por pecadores, porque haberlos, los hay, no les quepa duda.
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