La hemiplejia nacional
Jacinto J. Marabel
Lunes, 26 de febrero 2024, 07:28
Estos días se desliza una efeméride en la que pocos reparan y ninguno celebra. Hace ahora 15 años Facebook introdujo el pulgar, una nueva funcionalidad ... para nutrir al algoritmo y cuantificar la popularidad de personas y marcas. Nos hallábamos en plena recesión de la Eurozona, a punto de entrar en una crisis sistémica que arrasó con la credibilidad de las instituciones, cuando míster Zuckerberg encontró el Santo Grial del condicionamiento operante y millones de usuarios comenzaron a destilar dopamina, satisfaciendo esa necesidad primaria de reconocimiento social. Hace ahora 15 años que se jodió el Perú.
Algo se rompió para siempre en la convivencia. El resto de redes sociales siguieron su ejemplo y la burbuja virtual comenzó a segregarnos, bunkerizando y empobreciendo nuestra forma de pensar hasta extremos nunca vistos. Y en muy poco tiempo, el apartheid mediático, en el que únicamente vemos y escuchamos a quienes opinan como nosotros, acabó instalándose en nuestras vidas. Cada vez hay menos espacio para el debate o la discrepancia política, y quien, de tanto en tanto, levanta la mano y se atreve a interpelar tímidamente, incluso por las cosas más nimias, acaba siendo desterrado al gulag del ostracismo.
Los españoles hemos practicado con alegría el cainismo durante siglos. Goya nos retrató matándonos a garrotazos, Machado escribió sobre las dos Españas y Unamuno sobre los «hunos» y los otros. Era nuestro deporte nacional hasta que llegó la Transición y aprendimos a convivir en democracia. Nos lo contaron el otro día algunos de sus protagonistas, reunidos en el museo Helga de Alvear. Quise ofrecerles a mis alumnos de la Facultad de Derecho la oportunidad única de escuchar a Alfonso Guerra, Rodolfo Martín Villa y Juan Carlos Rodríguez Ibarra, moderados por Alejandro Cercas, hablando de concordia y compromiso, pero acabaron secuestrados en la puerta por una inexplicable manifestación de cinismo e intolerancia ideológica. Y es que los convocantes no querían entrar a expresarse o persuadir al auditorio con sus argumentos, sino que exigían, y esto es lo terrible, que se expulsara a uno de los invitados, que no estuviera presente, que fuera, en el más puro sentido orwelliano, borrado para siempre de la esfera pública.
Decía Pepa Bueno que en sus tiempos de radio algunos oyentes solían llamar para discrepar sobre este o aquel tertuliano, una costumbre que enriquecía el debate y que en los últimos años había trocado en exigir, directamente, que la cadena vetara a quien desentonase con su línea editorial. Pienso que hemos dejado que la generación de mis alumnos, que confunden la Guerra Civil con la Carlista y la Transición les suena a chino, fuera educada en el algoritmo del pulgar y ahora no sabemos cómo ponerle freno. Pero es nuestra responsabilidad predicar con el ejemplo. Resulta más importante que nunca no decaer y esforzarse por escuchar al otro, contrastar opiniones y romper la burbuja mediática que nos aísla y embrutece. Es nuestro deber parar como sea esta escalada de intransigencia que únicamente conduce a la hemiplejia nacional.
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