Puentes de Manhattan II
Si alguien tiene interés en conocer cómo se construían estas colosales estructuras hace 70 años, puede leer 'El puente', la brillante crónica de Gay Talese sobre su construcción
Eugenio Fuentes
Domingo, 29 de junio 2025, 07:53
Mientras observaba el urinario de Marcel Duchamp, un prestigioso crítico sentenció: 'Las únicas obras de arte que América ha dado al mundo son la fontanería ... y los puentes'. Ignoro si los sanitarios entran en esa categoría y si la fontanería estadounidense es la mejor del mundo, pero sí creo que los puentes son las más bellas creaciones de la ingeniería: Alcántara, Millau, Ronda, San Francisco. Y ninguna ciudad tiene puentes tan espectaculares como Nueva York, construidos por ingenieros prodigiosos que demostraron que también el agua era terreno edificable.
Puesto que Manhattan es una isla (una isla de agua dulce, entre dos ríos, posiblemente la más citada cada día en todos los idiomas del mundo) y necesita comunicarse con todos los millones de habitantes que la rodean, ha sido necesaria enlazarla con todo tipo de viaductos y pasarelas. Mientras los rascacielos verticalizan la ciudad y la prolongan en el aire, los puentes la prolongan en horizontal más allá del agua. Los puentes son las venas que inyectan vida en una isla que sin ellos no sería tan dinámica, tan eléctrica. Lo que no hay en ellos son candados, como en los puentes de París, porque esta es la ciudad del trabajo, de las prisas, del enriquecimiento y la competencia, no quiere distracciones emocionales.
Aunque el puente de Brooklyn es el más icónico de Nueva York, el más espectacular es el puente colgante Verrazano-Narrows, el más largo de Estados Unidos, donde ya de por sí abundan las longitudes gigantescas. Ubicado en la entrada de la bahía, es el primero que distingue desde el avión el visitante que llega al continente, del mismo modo que quien llega por mar ve la Estatua de la Libertad. El Verrazano-Narrows une Brooklyn con Staten Island con una obra faraónica, y en pocas ocasiones este adjetivo es utilizado con tanta propiedad.
Si alguien tiene interés en conocer cómo se construían estas colosales estructuras hace setenta años, puede leer 'El puente', la brillante crónica de Gay Talese sobre su construcción.
Gay Talese es uno de los padres del Nuevo Periodismo surgido en los años 60. El Nuevo Periodismo es al periodismo tradicional lo que la autoficción actual es a la novela de siempre: se trata de contar un hecho real con las armas de la narrativa. Talese publicó en 1964 en 'The New York Times' una serie de crónicas que más tarde fueron reunidas en un libro, ilustrado con fotografías que interactúan de manera excepcional con el texto. En sus páginas aporta datos contables de inversiones, medidas, maquinarias, que interesarán sobre todo al gremio de la ingeniería, pero también despliega su fresca y expresiva prosa en la descripción de los obreros, de los muchos indios de las reservas que trabajaban en las alturas, porque por una mutación genética no sentían vértigo, de los capataces, de los ciudadanos desplazados de sus casas por las obras, de los usuarios, de los accidentes laborales.
En capítulos ordenados cronológicamente narra el proceso de su construcción, los intentos anteriores, las suspicacias, la financiación, los trámites necesarios antes de que los pilares asomaran en el agua espesa y turbia de la bahía.
Y el lector poco ducho en matemáticas se admira ante el atrevimiento y el valor de los innovadores ingenieros que hace ciento cincuenta años cambiaron la vieja técnica de pilares por la de los puentes colgantes que nadie imaginaba, las complicadas ecuaciones, los cálculos físicos de seno y de coseno, de peso y gravedad, de profundidad de los anclajes, de dilatación de los metales, de resistencia de los materiales. Por obras como esta se engrandecen las ciudades, se prestigian los países y hasta avanza el mundo con su ejemplo de osadía y progreso.
Sin énfasis ni expresiones hiperbólicas, con un lenguaje sencillo, destinado al lector de prensa diaria, Talese describe el trabajo heroico, el esfuerzo demencial que supuso su construcción a comienzos de los años 60, el dragado para hundir los pilares hasta asentarlos en el lecho de roca firme y evitar cualquier falla, para separar las aguas como Moisés separó las del mar Rojo, para disecar el hueco, anillar las pantorrillas de hormigón de sus gigantescas torres de anclaje, que tienen bajo el agua el volumen de un edificio de diez plantas y alcanzan desde la superficie una altura de 211 metros, necesaria para resistir el tiro de los cables de acero que sostendrán la estructura colgante por la que cabalga el puente entre Brooklyn y Staten Island.
Terminado el trabajo de los albañiles, llega el turno de los herreros, los soldadores que aprietan los tornillos y sueldan millones de remaches subidos sobre vigas y raíles sin miedo al vértigo, los trenzadores de los cables de acero en madejas cada vez más gruesas, los electricistas, los pintores y todos los operarios del hierro y del acero que al llegar a casa una noche después del trabajo, justo un año antes de la inauguración del soberbio puente en el país más soberbio, se enteran de que el presidente John F. Kennedy ha sido asesinado en Dallas por disparos de rifle.
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