Acaba enero y su cuesta, el mes del 'Blue Monday' (el día más deprimente del año), el mismo mes en que se ha puesto en ... hora el Reloj del Apocalipsis, creado en 1947 para alertar de los peligros de la proliferación de armas nucleares por el Boletín de Científicos Atómicos, que lo situó a 90 segundos de la medianoche, es decir, del fin del mundo, en 2023, un récord que mantiene este 2024 debido a la continuación de la guerra en Ucrania, la de Gaza, las crecientes tensiones entre China y EE UU, la crisis climática, las amenazas biológicas (como nuevos virus) o los riesgos de la inteligencia artificial.
El diagnóstico de los relojeros del Armagedón desalienta al más optimista. «Como ocurrió con Roma, tendremos una Edad Media bastante oscura. Hasta que no aparezca un orden como el de las instituciones globales de la posguerra lo que vamos a tener más bien es un desorden», vaticina para 'El Mundo' Félix Arteaga, investigador del Real Instituto Elcano. Parece que la visión optimista de la historia dominante hasta ahora, pese al horrible paréntesis de las dos guerras mundiales, está sucumbiendo ante la pesimista. La primera la ilustra Protágoras con el mito de Prometeo, que explica que la humanidad ha ido progresando desde el salvajismo hasta la civilización, hasta una vida pacífica en comunidad. Esta concepción se oponía al mito de las sucesivas razas humanas narrado por Hesíodo en sus 'Trabajos y días', según el cual cada una de ellas (de oro, plata… hasta llegar a la de hierro) iba siendo peor que la anterior.
La concepción optimista de Protágoras (reactualizada por Francis Fukuyama con su tesis del fin de la historia) alcanzó su cénit en 1991, cuando el final de la Guerra Fría llevó a situar el reloj del Apocalipsis a 17 minutos de la medianoche. Nunca hemos estado tan lejos del Juicio Final. A partir de entonces y sobre todo desde los atentados del 11-S de 2001, vamos de mal en peor. Una gran recesión, una pandemia, la emergencia climática o la guerra de Ucrania son pruebas que arman de razón a los agoreros que han resucitado la visión hesiódica.
No obstante, en estos tiempos claroscuros, la desesperanza puede ser motor del cambio, aunque parezca paradójico. Es lo que defiende la filósofa Ana Carrasco Conde. A su juicio, «frente a la esperanza, que lleva a la desesperación, la desesperanza nos lleva a ser activos». Según explica, con la esperanza confiamos en elementos externos para que nos resuelvan los problemas. Por ende, nos sumimos en la pasividad, y al no llegar el ansiado salvador, caemos en la desesperación y el derrotismo.
Carrasco Conde anima a actuar sin esperanza, sin ser optimista ni pesimista, porque esos son pensamientos vinculados al futuro. Y cuando pensamos en el futuro nos ponemos en el límite, en una especie de precipicio. La filósofa llama a recuperar la confianza: con las cosas buenas y certezas que ya tenemos, actuar, no esperar a que vengan a salvarnos. Si hay desconfianza, hay miedo, advierte, y ahora vivimos tiempos de «mucho miedo». Hay que pensar que estamos en una encrucijada, no en un precipicio. Se trata de pararnos y mirar a ver si hay más caminos, no dejarse llevar por los miedos y las predicciones que no sabemos si van a materializarse. En definitiva, cambiar el curso de los acontecimientos está en nuestras manos. Y es que, como han enfatizado los científicos atómicos, el reloj del Apocalipsis puede volver a alejarse de la medianoche si «los gobiernos y los ciudadanos toman medidas urgentes».
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