A menudo se dice que Italia es un laboratorio político. El próximo domingo, día 25, los italianos están convocados a las urnas tras romperse prematuramente ... su penúltimo experimento: el Ejecutivo de concentración timoneado por Mario Draghi, encarnación de la utopía platónica de gobierno de los sabios.
Precisamente, el partido que encabeza las encuestas es el único que se negó a apoyar al expresidente del BCE y se mantuvo en la oposición, Hermanos de Italia, formación de extrema derecha forjada con los rescoldos del posfascismo, aliada de Vox y del primer ministro húngaro, Viktor Orbán. No obstante, su lideresa, Giorgia Meloni, favorita para convertirse en la primera mujer en presidir el Gobierno en Italia, se ha afanado en lavar la cara de su partido a la manera de Marine Le Pen en Francia para ampliar su base electoral. Y, según los sondeos, lo está logrando a costa de sus socios de coalición: la también ultraderechista Liga de Salvini y la Forza Italia –afiliada al Partido Popular Europeo– del incombustible Silvio Berlusconi, precursor de Donald Trump.
El único con posibilidades de disputarle la victoria es el socialdemócrata Partido Democrático, encabezado por el ex primer ministro Enrico Letta, quien advierte que, si la extrema derecha gana en Italia, habrá un contagio en Europa, lo que considera «el signo de una respuesta a la crisis vivida de la pandemia y la guerra, una respuesta de estómago y de ruptura del equilibrio, una respuesta antieuropea» (El País, 4 de septiembre).
Sin embargo, el que una parte creciente de los ciudadanos se decante aquende y allende el Atlántico por esa respuesta visceral es culpa de la decepcionante respuesta dada por la izquierda a la anterior crisis, la Gran Recesión que estalló en 2008, que precarizó el mercado laboral, empobreció a las clases medias y abrió la brecha entre ricos y pobres. Como dice el historiador Julián Casanova, desde la izquierda «no se ofrecieron alternativas a la ley del mercado».
Esa sensación de falta de alternativas ha generado sobre todo en la generación milenial desencanto, derrotismo y lo que el periodista Héctor G. Barnés llama futurofobia, miedo al futuro porque se vislumbra apocalíptico. Ese miedo es paralizante, nos arrastra a la resignación, a no hacer nada por cambiar las cosas convencidos de que es inútil, pero también nos hace caer en la nostalgia, en la añoranza de un pasado idealizado, en el que, como dice Barnés (Ethic, 10 de junio), «podíamos imaginar el futuro». La consecuencia es, según el autor de 'Futurofobia', que «hay un conservadurismo general, y no solo en la derecha, sino también en la izquierda», porque «la idea de la izquierda como freno de mano del capitalismo es muy conservadora, porque después de la época neoliberal su máxima ambición ha sido conservar lo que tenemos, como los servicios públicos». Por ende, diagnostica, «la izquierda ha perdido la capacidad de suscitar esa visión de futuro y todos nos hemos vuelto más conservadores».
Además, tanto en la derecha como la izquierda se ha impuesto un pensamiento negativo, pensar es pensar contra algo o alguien, es ser anticomunista o antifascista… «Burke decía que es mucho más sencillo desmontar un reloj que reconstruir con un orden funcional todas sus piezas», nos recuerda el filósofo Diego S. Garrocho (Ethic, 14 de septiembre), quien defiende, siguiendo a Nietzsche, que «pensar es ser capaz de concebir algo a lo que merezca la pena decir sí». Y actualmente no se atisba a nadie así ni a diestra ni a siniestra.
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