La Constitución acaba de cumplir 44 años y hoy sería imposible su aprobación por las Cortes porque están divididas en dos bloques ideológicos irreconciliables e ... incapaces de cualquier consenso. La prueba del nueve es la falta de acuerdo entre el PP y el PSOE para renovar el Consejo General del Poder Judicial.
Un síntoma exacerbado de esa polarización es el tono cada vez más bronco con el que discuten los diputados, llevándose la palma los de Vox, instalados en la provocación barriobajera. Ello llevó a la presidenta del Congreso, Meritxel Batet, a reprender a sus señorías durante los actos oficiales del Día de la Carta Magna: «La ciudadanía espera de sus representantes que la palabra se utilice para argumentar, no para herir; para proponer, no para ofender; para construir, no para zaherir. En nuestras manos está no defraudar esa confianza».
Sin embargo, nuestros representantes no defraudan a su claque electoral, pues reflejan la polarización social creciente en España, que, según un estudio de la consultora Llorente y Cuenca (LLYC) y la plataforma ciudadana Más Democracia, ha aumentado un 35% en los últimos cinco años, es decir, desde que se rompió el bipartidismo y eclosionaron nuevos partidos como Podemos, Cs y Vox al calor sofocante de las crisis que se han ido sucediendo desde 2008 y que han incrementado la desigualdad social y, por ende, el malestar ciudadano.
Lo preocupante es que esa polarización, acelerada por los discursos del odio que infestan las redes sociales, engancha, causa adicción, advierte el citado estudio, titulado 'La droga oculta. Un estudio sobre el poder adictivo de la polarización del debate público'. «Igual que las drogas son adictivas porque activan ciertos receptores cerebrales, lo mismo ocurre con ciertos contenidos polarizantes», explica a 'El País' el neurocientífico argentino Mariano Sigman, colaborador del informe.
Es, además, una poralización más afectiva que ideológica, más basada en las emociones que en las ideas, más visceral que cerebral, lo que hace que nos atrincheremos, cerremos filas con los nuestros, los buenos, y repulsemos a los adversarios, los malos, por pensar (o sentir) diferente. Este tipo de polarización maniquea, de barra de bar, ha 'hooliganizado' la política y el debate público y se retroalimenta en un círculo vicioso que simula la adicción. «La lógica de la polarización es la siguiente: para apelar a un público más polarizado, las instituciones y los actores políticos se comportan de una manera más polarizada. A medida que las instituciones y actores se polarizan más, polarizan más al público», y así 'ad nauseam', detalla el periodista Ezra Klein en 'Por qué estamos polarizados'.
Es una táctica divisiva de la que sacan más rédito los nacionalpopulismos y que pone en grave riesgo la democracia, porque puede empujar al bando perdedor a no aceptar el veredicto de las urnas al considerar ilegítimo al ganador. Lo vimos en Estados Unidos con la toma del Capitolio por los trumpistas tras la derrota electoral de su líder y más recientemente lo hemos visto en Alemania, donde la policía ha desmantelado una red de ultraderecha que planeaba un golpe de Estado. Ya advirtió Adolfo Suárez durante su anuncio de dimisión el 29 de enero de 1981: «El ataque irracionalmente sistemático, la permanente descalificación de las personas y de cualquier tipo de solución con que se trata de enfocar los problemas del país, no son un arma legítima porque, precisamente, pueden desorientar a la opinión pública en que se apoya el propio sistema democrático de convivencia».
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