Mi suegra y Arguiñano
Deliciosa casquería. Mi mamá política es una guerrillera de la cocina que combate armada con morros, callos, torreznos y morcillas
A mi mujer no le gusta la oreja, ni los callos, ni los morros, ni la lengua, ni los higadillos, ni la morcilla… A mi ... mujer no le gustan las cosas ricas. A mi suegra, sí. Y eso me salva. Cuando menos me lo espero, mi suegra aparece a la hora de la comida con un plato de callos con morros, un poquito de oreja con tomate o unos higadillos encebollados y me conquista por el paladar, mientras mi mujer menea la cabeza con resignación y come los garbanzos con repollo o las lentejas con zanahoria, que digo yo, y conmigo mi suegra, que por qué no alegrar las lentejas con una morcillita o los garbanzos con un «cacho tocino».
Pero no, ¡vade retro, colesterol! Y contra ese enemigo de la salud llevamos batallando en casa desde hace años. Menos mal que mi suegra es una guerrillera de la cocina y hace guisos con memoria, rompe mi abstinencia de casquería y hace más llevadera mi existencia gastronómica, tan sana, tan aséptica, tan saludable hasta que mi suegra cae en la tentación del morro, el callo y el torrezno y se convierte en un diablillo de la grasa que me tienta y me hace pecar. ¡Y qué gusto dan esos pecados gelatinosos, untuosos, pringosos! Masticando la ternilla de la oreja, el cartílago de la careta de cerdo, la suavidad esponjosa del morro, del pie, del callo…
Este lunes, mi suegra entró en casa con una cazuela de arroz con hígado y habas y mi memoria se disparó. Recordé aquellos arroces de antaño, cuando mi madre los preparaba con menudillos de gallina y sangre. ¡Sí, sangre! Un manjar que hoy es anatema para cualquier médico de cabecera y entonces era delicia suprema y común. Aquel arroz materno también llevaba «huevinos», que eran los proyectos de huevos de las gallinas. En 1970, aquel arroz era un manjar; en 2025, sería un crimen.
Es difícil encontrar sangre en las carnicerías. A veces la descubres en algún supermercado, pero hace tiempo que se acabaron aquellos bloques de sangre cocida y barata. Comprabas un pedazo, lo troceabas y a disfrutar encebollándola o añadiéndola a los guisos. Cuando estudiaba en Salamanca, en cuanto tenía cinco duros me acercaba a un bar, frente a la estación de ferrocarril, a tomarme una caña con un pincho de sangre, placer vampírico que reunía en aquella taberna a una caterva de Dráculas salmantinos… y cacereños.
Tengo una amiga, eminente influencer gastronómica extremeña, que sufre cada vez que tiene que escribir sobre cabritos, cerditos, terneritos o corderitos. Es de otra generación, más actual, más animalista, y la entiendo: esa imagen despiadada del lechón en la bandeja, con carita sonriente, asado entre patatas y manzanas es verdaderamente cruel. Si una religión fuera valiente, se pusiera al día y considerara pecado mortal asar chivos y chotos, el mundo se llenaría de conversos.
Mientras tanto, por el carril de las comidas tradicionales circulamos mi suegra y un servidor, que, cada Navidad, le hago un regalo interesado. Le compro el último libro de Arguiñano, pero más que regalárselo a ella, me lo regalo a mí porque sé que esa enciclopedia de recetas animará a mi suegra a seguir pasando del colesterol y a obsequiarme con unos formidables callos con morros en salsa vizcaína, una deliciosa lengua en salsa verde o unos ligeritos huevos rotos con migas de morcilla. ¡Mi suegra es un tesoro!
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