SIN PERDÓN
Tal vez no tenga graves muescas que expiar, pero sí ha cometido suficientes errores personales que le incapacitan para arrogarse cada día el papel de justiciera de la política
En esas películas que los cinéfilos llaman wéstern crepuscular siempre se repite un mismo patrón: un grupo de personas angustiadas por algo o por alguien mira con desesperación a un personaje que permanece sin hacer nada ni prestarles ayuda, aunque todos saben que es el único que podría poner fin al mal que padecen y acabar con los malos. Sin embargo, se mantiene extrañamente quieto, ausente, consciente de lo que los demás esperan de él, pero sordo a sus requerimientos.
Lo hace porque no quiere que le tomen por un héroe. Sencillamente, sus comportamientos anteriores le incapacitan para mostrarse como ejemplo ante los demás. Él sabe cuál es su pasado.
Cristina Cifuentes, sin duda, ha confundido los papeles. Se vio a sí misma como la versión política del llanero solitario, justiciera de los corruptos, sobre todo los del PP según ella misma sugería, después de décadas de dominio en Madrid. Adalid de la honradez, azote de los caraduras y especuladores, la pureza personificada, todo ello dentro de una misma tarjeta de presentación.
Sin embargo, Cifuentes debería haberse inspirado en los protagonistas de aquellos wésterns, en el Clint Eastwood de 'Sin perdón', por ejemplo. Y de ese modo habría aprendido a retener el ansia por aparentar ser la más honrada y al mismo tiempo la más capaz, sabiendo como nadie que su pasado no era ejemplar.
Tal vez no tiene graves muescas que expiar, esta vez con x, pero sí había cometido los suficientes errores personales que le incapacitaban para arrogarse cada día el papel de justiciera. Puede que ahora fuera la más hábil con el revólver y lo suficientemente lista como para acabar con los problemas que atenazan al grupo, pero no era buena idea presentarse como el ángel caído del cielo de la política que no era.
Cifuentes, está claro, no solo tiene un problema político, sino personal. Alguien que con un sueldo de 5.000 euros brutos y un cargo público relevante roba cremas en un supermercado de barrio, lo tiene. Cuando intenta aprovecharse y fuerza el mal funcionamiento de una universidad pública solo para presumir de currículum y darse más brillo, lo tiene. Y si la reacción en el momento en que ambos episodios trascienden es considerarse a sí misma víctima y no culpable, es que el problema no es pequeño.
En su resistencia, además, la expresidenta de Madrid ha demostrado una innegable capacidad para arrastrar a los demás en su caída, y salpicar a los otros por su conducta inadecuada. En el caso del máster, ha dejado mal parada a la Universidad Rey Juan Carlos, puesta en evidencia por su mercadeo y funcionamiento impropio de una institución académica de su nivel, y de paso a miles de estudiantes que han visto devaluado su título.
Con el famoso robo de las cremas ha puesto en entredicho la actuación de una cadena de supermercados (propietaria de la cinta de vídeo), a una empresa de seguridad (que debía gestionar las imágenes) y a la Policía Nacional (por la desaparición del informe que se elaboró). Todos se han visto forzados a dar explicaciones y quizás sufran también las consecuencias del triste episodio.
Es cierto que este ha servido para demostrar de forma palpable aquello de lo que se venía informando desde hace tiempo, la guerra sucia existente entre cierta clase política madrileña, con la ayuda de mandos policiales.
El que haya salido a la luz el vídeo siete años después, en el momento en que a alguien le ha interesado, disponiendo así de la vida política y la honorabilidad de los demás como si se tratara de un emperador romano que levanta o baja el pulgar, no exculpa a Cifuentes de aquello que solo ella ha cometido, pero revela un nivel de podredumbre importante y preocupante, un ambiente en el que matas o te matan.
No parece, en cualquier caso, que con ese pasado fuera ella la persona más idónea para acabar con las cloacas de la política que estamos conociendo. De momento, ya han cavado su tumba política, y el cementerio del PP madrileño comienza a estar lleno de ellas, como en las películas del oeste.