Un dóberman en la juguetería
Cumplir la ley. No acabamos de entender que los perros, sobre todo los peligrosos, no pueden entrar en las tiendas sin bozal
Mañana será un día especial. Vuelven los Reyes Magos a pasar por casa. Llevaban unos años viniendo sin mucha ceremonia. Esta vez, hay chica nueva ... en la familia y se recupera la ilusión. Pero para que todo resulte bien, los Reyes Magos abuelos han de procurar el regalo que Melchor, Gaspar y Baltasar depositarán junto al zapatito de su nieta Minerva.
Con esa intención, nos acercamos el sábado pasado al centro comercial Ruta de la Plata de Cáceres en busca de un juguete. En esa constelación de tiendas, hay una magnífica juguetería, que estaba llena de padres y de niños que correteaban por el local con mucha animación. Había, sin embargo, un espacio de la tienda por donde nadie pasaba: estaba ocupado por un perro dóberman o cruce de dóberman y su dueño, que campaban por la juguetería a sus anchas.
A pesar de estar ungido con los poderes de un Rey Mago abuelo, yo estaba acongojado y procuraba mantenerme lejos del radio de acción del dóberman, que era amplio pues la correa que lo sujetaba era bastante larga. Pero, sobre todo, estaba asombrado porque el perro de raza peligrosa no llevaba bozal en un lugar público, en una tienda, exactamente en una juguetería llena de niños.
Los clientes miraban al dueño del perro, que se mostraba encantado ante tanta expectación y sonreía. Las dos chicas jóvenes que atendían la caja también observaban la situación entre asustadas y dubitativas: no sabían qué hacer y, en fin, nadie se atrevía a llamar la atención al propietario de aquel perro ni avisaba a seguridad para que hiciera cumplir la ley.
Mi mujer, que es una Reina Maga abuela bastante irónica, preguntó al propietario del can si estaba en la cola, le respondió que no, y ella volvió a preguntar: «¿Y el perro?». El hombre la miró extrañado y yo rogué a la Reina Maga que comprara, pagara y nos fuéramos antes de que se enzarzara en una discusión con el dóberman.
Amo los perros, claro que sí. Me encanta saludarlos, les sonrío y valoro su labor social de compañía y amor. Pero desde que uno de ellos, muy bueno y dócil según su dueño, lanzó un bocado a la mano de un amigo y no se la mordió de milagro, procuro ser prudente en mis cruces con canes grandes: subo mi única mano hasta la altura del pecho, no vaya a ser...
Hace 15 días, paseando por la ronda sureste de Cáceres, me crucé con una pareja, que llevaba con su reglamentaria correa un bonito dálmata, un encanto de animal, pero al cruzarnos, el perrito se encaprichó de mi manga derecha y le tiró un bocadito. Como saben, mi manga derecha cuelga vacía y no hay mano que morder, pero el incidente me reafirmó en la costumbre de elevar la izquierda en mis encuentros perrunos. Eso sí, ahora la subo hasta la altura de la cabeza.
En esos paseos para subir a la Montaña de Cáceres, otro día, un perro cariñosón al que no conocía de nada, ni a él ni a sus dueños, se alzó de improviso para colocar sus patas en mi pecho y me lanzó contra una valla. Son anécdotas aisladas, lo sé. No se puede generalizar. El 99% de los perros son encantadores y, como dicen sus dueños: «No hace nada, es muy bueno». Supongo que, como las personas, es muy bueno hasta que deja de serlo. Desde luego, el de la juguetería también parecía bueno, pero si hubiera llevado bozal y una correa corta, habría sido más bueno todavía.
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