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¿Qué ha pasado este viernes, 5 de diciembre, en Extremadura?
Explotación de nectarinas situada en el término municipal de Montijo. :: E.R.

La Ruta del Regadío

Viajar por las vegas de la región es un viaje pedagógico y necesario

J. R. Alonso de la Torre

Martes, 7 de junio 2016, 07:18

A nadie se le ocurre irse de excursión al regadío. Lo normal es visitar Cáceres, Mérida, Trujillo, Monfragüe, Guadalupe, Plasencia, Badajoz, Zafra... Y vamos a esas ciudades una y otra vez. Nos llevan de niños con la escuela, de adolescentes con el instituto, de hijos con nuestros padres, de padres con nuestros hijos, de novios con nuestras novias... Y volver a empezar.

Conocemos las ciudades emblemáticas, pero no conocemos Extremadura. Por eso, cuando algún ignorante habla de nosotros como habitantes de un erial desértico y agreste, nos lo creemos o tardamos en responder.

Hay un viaje espectacular y pedagógico que rara vez organizan las escuelas, pero que debería ser obligatorio. No puede haber ningún niño extremeño que no haya hecho una excursión por el regadío. Es un viaje sencillo y cercano que parece tonto, pero es de una belleza que sorprende a la mayoría de los extremeños.

Justo ahora, cuando las dehesas amarillean y los llanos muestran señales de sequedad y dureza, impresiona viajar de Mérida a Gévora o de Miajadas a Don Benito. Las opciones son múltiples: de Galisteo a Coria, de Montijo a Lobón, los pueblos del Tiétar...

Cada una de estas rutas te sumerge en un mar verde que rompe el tópico de la Extremadura agostada. Vas por la carretera y una lección de agricultura te va llevando del mar del maíz al verdor del arroz, de los campos de tomate a las hileras de frutales cargados de ciruelas, melocotones y nectarinas.

Suena raro, ¿verdad? Si unos amigos le propusieran hacer una excursión de Madrigalejo a Villar de Rena, quizás se reirían de él. ¿Cómo has dicho, de dónde a dónde? Pues sí, se sorprenderían al ver la cantidad de pájaros que se mueven entre los arrozales, la actividad frenética del campo, el verde resplandeciente de los sembrados y el blanco refulgente de los poblados de colonización.

¿Turismo de regadío? ¡Este tipo está tonto y no sabe ni de qué escribir! Reconozco que dentro de un mes, cruzar esas tierras regadas por el agua embalsada del Guadiana, el Alagón o el Tiétar es una manera de oscurecer el parabrisas en cinco minutos con los cuerpos de miles de mosquitos estampados contra el cristal. Y reconozco que recorrer esas tierras una tarde de calor solo se puede entender si forma parte de una sesión de tortura. Pero en determinadas fechas y a determinadas horas, pocas excursiones me parecen tan bellas como un paseo por el regadío, deteniéndose en las encrucijadas de caminos para mostrar a nuestros hijos las diferencias entre una nectarina y un albaricoque o entre una ciruela claudia y una ciruela roja. Pero en el árbol, rodeados de pájaros, de insectos, de un manto verde pespunteado por frutas de colores.

Cuando a mediados del siglo pasado, 225.000 hectáreas eran puestas en régimen de regadío y se levantaban 60 nuevos poblados a los que llegaban miles de colonos desde pueblos de Extremadura y de otras regiones, todo cambió. Cada familia recibió su lote de cuatro hectáreas y de simiente, su casa, su yegua y sus dos vacas. Y a partir de ese momento, una parte sustancial de Extremadura fue diferente.

Cuando un avión surca el cielo de Extremadura y los viajeros se asoman a las ventanillas, se sorprenden al descubrir una gran mancha verde. Sientes entonces el orgullo de habitar una tierra tan diversa e inesperada. Pero luego, ya en tierra, se te cae el alma a los pies al descubrir que somos nosotros quienes desconocemos nuestra riqueza. Por eso, desde 'Un país que nunca se acaba' les proponemos hoy un viaje imprescindible, original, sorprendente y barato: recorrer las rutas del regadío.

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