La del bolígrafo
La vida de soldada. Paulina Tuchschneider nos refiere, entre bromas y muchas veras, su accidentado y obligatorio paso por las Fuerzas de Defensa de Israel y su rápido y motivado abandono del mismo al poco de incorporarse
Enrique García Fuentes
Viernes, 7 de marzo 2025, 23:12
Una inesperada y desgraciada situación bélica e histórica como la que llevamos meses viviendo en Gaza, ha puesto de inusitado relieve esta breve novelita –presumiblemente ... autobiográfica– que Periférica trae a nuestras manos un par de años después de su publicación original (y de una primera versión al castellano publicada antes en Argentina). En ella, la novel autora israelí (aunque nacida en Polonia) Paulina Tuchschneider nos refiere, entre bromas y muchas veras, su accidentado paso por el FDI (Fuerzas de Defensa de Israel –para que nos entendamos, el servicio militar, que en Israel es obligatorio tanto para hombres como para mujeres–) y su rápido y motivado abandono del mismo al poco de incorporarse (son dos años): «Estaba claro desde el principio: nunca podría convertirme en una auténtica soldada», nos dice nada más comenzar la narración.
Corre el año 2006 y nuestra protagonista, una chica de 18 años, hija de madre soltera, pero acostumbrada a una vida sin preocupaciones excesivas –rayana casi en lo frívolo, como tendremos ocasión de ir descubriendo luego– ve cómo su futuro inmediato se nubla cuando le llega el momento de incorporarse a filas, algo para lo que, evidentemente, no se encuentra preparada ni por lo que siente la más mínima vocación (los viejos recordamos los tiempos en que tuvimos que pasar por lo mismo; alguno hasta se consolará viendo que ahora semejantes avatares y angustias los vive una mujer). El caso es que parece que, dada la rutina y la casi obviedad que en su etapa adolescente su vida iba tomando, casi llega a considerar que la incorporación al ejército puede suponer una vía de escape de las mismas («En el mejor de los casos, imaginaba que la mili era una gran aventura y, en el peor, algo que podría sobrellevar»), pero en seguida su ansiedad le empieza a jugar una mala pasada, sobre todo al descubrir que en absoluto se encuentra preparada para la vida castrense. Lo curioso es que, casi hasta el final, no aparece de lleno un conflicto armado real (estamos en 2006 cuando se desata la guerra de Líbano), pero las condiciones de vida que soporta en el acuartelamiento, tan contrarias a lo acostumbrado, enseguida empiezan a pasarle factura. Desmanes de los poco preparados superiores, los inevitables roces con los iguales, las rutinas, las guardias y las penurias de un ejército aparentemente poderoso, pero con unas condiciones muy precarias, inmediatamente hacen mella en su personalidad. Con todo, su rechazo parece centrarse (lo que de hecho incomodará a más de uno que puede llegar a considerar con toda razón al personaje como una simple frívola quejica) en la falta de intimidad y de higiene que ha de soportar. Con trazos pretendidamente escatológicos desfilan ante nosotros vívidas descripciones de suciedades varias, de los hedores de todo tipo que ha de soportar (a sudor y falta de higiene, la regla y otros fluidos corporales, a fritanga y otros olores propios durante los turnos de cocina, al desinfectante con el que limpian cocinas y baños) y, sobre todo, de la falta de intimidad, viéndose obligada a compartir espacio con muchas otras mujeres ante las que ha de desnudarse y renunciar a su espacio particular. El referido estallido de la segunda guerra del Líbano, además, la fuerza a encerrarse durante semanas con sus compañeros en un bunker subterráneo, con lo que las pésimas condiciones descritas se centuplican y terminan por provocarle un estado de ansiedad que será curiosamente resuelto.
Quien esperara escenas de combate no las va a hallar: las únicas armas que aparecen son las que incomodan a nuestra protagonista porque golpean su cadera. Por el contrario, quien piense que vamos a asistir a una desaforada crítica antibelicista, tampoco verá correspondido su deseo. La hay, pero muy ligera y entreverada. A lo más, como se dice en un momento de la obra, «no se puede reclutar a un pueblo entero y pretender que todos sus integrantes sepan cómo ser soldados». Ella, desde luego, no. Nuestra protagonista es, me temo, un claro producto de la perpetua crisis de ansiedad que la relativa calma que el estado del bienestar ofrece termina provocando cuando se nos acaba. En lo estrictamente novelístico, además, destacamos que todo aparece desde el único y exclusivo punto de vista de la narradora/protagonista, pero se echan de menos, eso sí, personajes de fuste que completasen (o se opusieran) a esa exclusiva perspectiva.
Y sí; no voy a negar que, con la que, encima, está cayendo ahora en Oriente Medio, a más de uno le pueda parecer frívolo y hasta hipócrita este enfoque cuasi banal, pero, qué quieren que les diga, en realidad es como aquel viejo chiste de las dos que se encuentran y una le dice a la otra: «Tía, ¡qué cara más triste traes!». «Es que se ha muerto mi madre», repone la otra. «Jo –dice la primera– ¡vaya día que llevamos!: a ti se te muere tu madre, a mí se me pierde el bolígrafo…». Pero si lo pensamos bien cada uno es dueño (si ya nos quitan esto también apaga y vámonos) de expresar su frustración enorme por lo que a los demás pueden parecer nimiedades. No hay más que adentrarse en las situaciones tan rigurosamente descritas en las que se manifiesta el horror, la pena, la incertidumbre y la frustración porque perdamos las cosas habituales a las que nos acostumbra la sociedad del bienestar. A ver si no vamos a darle importancia entonces a esos bolígrafos que extraviamos.
La soldada.
Paulina Tuchschneider. Editorial Periférica. Cáceres. 104 páginas. 14,50 euros.
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