El respeto de la Maestranza
El reloj marca las seis y diez y la Maestranza espera que los toreros asomen
FERNANDO MASEDO TORRES
Martes, 28 de abril 2015, 09:52
Nada mas aparcar en Sevilla, cruzo el Paseo de Colón ubicado a la altura del monumento erigido en recuerdo a Pepe Luis Váquez. Me dirijo a la otra orilla de este río de belleza y enganches de caballos con sus tintineantes cascabeles. Taxis ocupados de prisas de feria y flores convertidas en mujeres, que lucen el palmito del 'musho' arte que adorna ese clavel posado en sus cabezas, mujeres que disfrutan esta feria que atrae, con sus tardes de toros, la imposibilidad de olvidar. En este otro lado se erige la figura de Curro, perpetuando una tarde de toros vivida en la Maestranza. Su silencio impresiona, solo deja escuchar ese zapatillazo del torero que marca en el albero el número que calza, en especial, cuando la falta de sangre brava en el toro minimiza el impacto de sentir la gozada de ver despuntear despaciosos muletazos de mando, magnificados, a priori, un día de alternativa. En este caso la de José Garrido, de Badajoz. La vivimos el pasado miércoles, día 22, en Sevilla, y la tomó de manos del maestro Enrique Ponce. Garrido hace el número 64 de los novillero doctorados en tauromaquia por el maestro de Chiva, durante los 25 años transcurridos desde que él la recibiera. Lleno de ilusiones, que no pesan, disfruté de Sevilla con apreturas de feria, muchedumbre en trance festivo y el sonido de las herraduras de los caballos al chocar con el pavimento, engalanados de vivos colores y ristras cascabeleras que braceaban con repajolera gracia, abriéndose paso entre una sabia combinación de elementos que provocan emociones contenidas. De esta guisa, me dirigí a esa solemne plaza de toros. El reloj marca las seis y diez y la Maestranza espera que los toreros asomen. Quince minutos después, suena el pasodoble y se ven salir las cuadrillas, encabezadas por Ponce y Castella, que escoltaban a Garrido vestido de espuma mar y plata con cabos negros y abalorios blancos. Estruendosos aplausos inundan el espacio. Suena el 'tararí' y se abre el portón de los sustos que va a dar salida a 'Lengualarga', nombre del toro de Parladé, que se resistió a hacerlo. Asoma como 'asustao'. 'Parao', oliendo el albero, como si fuera hierba fresca adornada de amapolas. Por fin, se entera que allí hay un torero que le enseña un capote al que tiene que embestir. El toro es protestado con razón y palmas de tango, pero con salero. Al fin y al cabo, estamos en feria, en la Maestranza y esto es 'mú sagrao', comentaba alguien a mi lado y al de Rafaelito Torres, vecino de localidad. Sí, aquel componente de la cuadrilla de Curro, el de Camas. «¿Como estás maestro?» -le pregunté- «yo, más despierto que ese toro» -me dijo sonriente-. El toro mira al caballo de picar, donde se lo lleva Garrido insistiendo. Toma una vara protestando. Se va al capote del de Badajoz, entra a 'oleá', formando una especie de espuma, color del vestido de José. «¡Fuera! ¡fuera!», se oye. La presidenta, Anabel Moreno, no se decide a sacar el pañuelo verde. Ningún banderillero, con los palos en la mano, provoca la embestida del animal, que parécese ser que es lo que espera ella para poder rechazarlo por manso. El público se enfada y por fin, asoma el pañuelo verde y el marmolillo, escoltado por ocho cabestros berrendos en 'colorao' se lo llevan conducido a donde no debía de haber salido, para enfadar al público durante unos quince minutos, seguidos de unos cuantos más a la espera de la salida del primer sobrero. 'Fariseo' de nombre y embustero de solemnidad, este toro de Juan Pedro, de 505 kilos de peso, tomó un par de capotazos sin codicia. Al fin, mete la cara en el capote de Garrido que se hace sentir, rematando de rodillas y arrancando los primeros olés. 'Fariseo', bien puesto de defensas, no intenta comerse a nadie. Al menos, no ha abierto la boca. El torero se lo lleva al caballo, el picador barrena fea y suavemente. Son las siete y seis minutos de la tarde cuando José Garrido recibe los trastos de matar de manos del maestro Enrique Ponce, con sus parabienes y consejos, en presencia de Sebastián Castella. No se que le diría, nadie lo escucha, excepto ellos. Solo suenan palmas por alegría. José brinda a su padre. Se va al toro, se lo lleva a los medios y le saca algunos muletazos simplones. El parado animal así lo quiere. Se produce el silencio roto por una voz femenina que pide música. Nadie le hace caso, a su voz, claro. Todo va muy despacio, dejando ver lo que no queremos. Se escucha el «je, je» del torero animando a embestir a marmolillo. Palmas que se escapan, el toro que busca las tablas vencido sin luchar y el torero entierra la espada y con ella, sus posibilidades se pierden en el horizonte de los sueños. La corrida que no merece mas comentarios, terminó después de esa hora en que los surcos hacen sombra y los árboles se llenan de gorriones, mientras que en el silencio de la Maestranza se guardan las palabras del examen, y en el recuerdo de la afición queda la memoria de cinco verónicas de José Garrido, a sabiendas de que lo auténtico tiene características genuinas que realzan su pureza y ratifican su autenticidad. Otra vez será, maestro. ¡Anda que no!.