Borrar
Directo Directo | Ninguna procesión de las tres previstas en Badajoz sale a la calle

Poltergeist y el cura asesino de Badajoz ajusticiado en Cáceres

Desde la moto de papel ·

Sergio Lorenzo

Cáceres

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Domingo, 30 de septiembre 2018, 09:04

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

Tengo fenómenos poltergeist en mi casa. El asunto es bastante grave. Me levanto por la mañana y encuentro libros tirados por todas partes. Libros en el suelo de la cocina, en los pasillos, en el servicio, caídos de las estanterías del comedor, en las escaleras… incluso en la mesa del jardín y hasta en los surcos del huerto. Una mañana había más de 80 descolocados. Yo me doy prisa en ponerlos en su sitio, para que mi mujer no coja miedo. Es un sinvivir.

El otro día me despertó un grito. Ella se había levantado antes que yo. «¿Pero qué es esto? ¿Cómo puede haber tanto desorden? ¿Tantos libros fuera de su sitio, tirados por ahí?», empezó a quejarse llena de razón. «No te preocupes. Ya los coloco ahora. Es que no encontraba un libro». Mientras de fondo sonaba la cantinela («te vas a volver loco con tanto libro» «esto no es normal») fui levantando del suelo a los heridos y poniéndolos en las estanterías tras acariciarles el lomo. Fue entonces cuando me di cuenta de que había cierta lógica entre tanto desorden, sobre todo en los libros que aparecían abiertos.

Junto a la puerta de entrada estaba un libro de arte mostrando un grabado de Gustave Doré de un ajusticiado a garrote vil en Barcelona, que publicó en 1874. Sobre la taza del retrete había uno de Goya mostrando ilustraciones de ejecutados. Otro abierto era el de Ángel Rodríguez Sánchez 'Morir en Extremadura (la muerte en la horca a finales del Antiguo Régimen. 1792-1909'. Más allá mostraba sus entrañas 'Historias y leyendas de la vieja villa de Cáceres' de José Luis Hinojal, estaba abierto por la parte en la que cuenta de muertos en patíbulos de Cáceres.

Empecé a pensar si yo mismo era el autor del desaguisado, si quizás era sonámbulo, ya que el día anterior había visitado en el Ateneo de Cáceres, en el número 9 de la calle General Ezponda, la exposición del amigo Emilio González 'Pena capital'. Una oportuna muestra al cumplirse este 2018 cuarenta años de la abolición de la pena de muerte en España. Emilio se centra en algo tan español como la ejecución a garrote, que se fue legal en nuestro país desde primeros del siglo XIX hasta 1974, año en el que se ejecutó al anarquista Salvador Puig y al delincuente de origen alemán Georg Michael. Me impactó que en la exposición Emilio González hubiera reconstruido un garrote con la ayuda de Manolo de la Cruz, Juan Pacheco y José Luis Carrascosa, sentando en él, para ser ajusticiado, a Adolf Hitler. También me impactó que entre los libros abiertos había una biografía de Hitler, mostrando una foto del dictador jugando con su perro pastor alemán. Sobre la foto alguien había escrito la palabra 'OJO' con un punto dentro de cada 'O', lo que convertía la palabra en una cara. Junto a la palabra, una flecha que señalaba al pie de foto, que decía: «Cuanto mejor conozco a los hombres, más cariño siento hacia los perros» (Hitler, marzo de 1945). Me asombró que esta frase que tanto dicen los defensores de los perros, que algunos adjudican al filósofo griego Diógenes, a Carlo Magno o a Lord Byron, la dijera uno de los peores seres nacidos en este mundo.

Mientras fui colocando los libros me di cuenta que había uno abierto sobre la mesa del comedor, como si alguien se hubiera detenido a leerlo sentado. Era el tomo amarillo de Publio Hurtado, 'Recuerdos cacereños del siglo XIX'. El libro estaba abierto por las páginas 148 y 149. Empecé a leer la historia real del cura José Rodríguez Fuerte, que fue ajusticiado en Cáceres el 18 de octubre de 1839. La historia era sorprendente. Se trataba de un cura de clase noble que era párroco de Calzadilla de los Barros, que se encuentra a 22 kilómetros de Zafra. Se había enamorado de la mujer del zapatero y como le molestaba el marido para sus encuentros gozosos, no se le ocurrió cosa mejor que asesinarle. Detenido fue juzgado en Cáceres, en donde tenía la sede la Real Audiencia de Extremadura (el actual Tribunal Superior de Justicia de Extremadura). Le condenaron a morir a garrote.

Escribió Publio Hurtado que el que fuera sacerdote de Calzadilla de los Barros, culpaba de su desgracia a la mujer en general y pidió a las autoridades que en sus últimas horas le permitieran no ver ni a una. No le hicieron caso y nunca hubo tantas mujeres en Cáceres en el paseo de un ajusticiado hasta el patíbulo. Vio centenares de mujeres desde que salió de la cárcel de la Audiencia, en la calle del Nido, hasta la picota o rollo que estaba en donde en 1844 comenzó a levantarse la Plaza de Toros, paseándole por la calle del Moro (ahora General Margallo).

Hurtado relata magistralmente que ese día amenazaba tormenta, y cuando el verdugo dio una vuelta al torniquete, empezaron a caer truenos y rayos. La gente huyó despavorida, también el verdugo, dejando al ajusticiado custodiado por unos pobres soldados, que a las horas vieron que el muerto... se movía. Eso ocurrió a las dos de la tarde. Se llevaron al cura al Hospital, y mientas deliberaban las autoridades si había que llevarlo otra vez al garrote o si se le había de perdonar la vida, porque así Dios lo quiso, resulta que a las doce de la noche el cura José Rodríguez Fuerte (que no lo era tanto) murió, pudiendo las autoridades dormir tranquilas.

En el margen de la última página que leí había escrito otro 'OJO' convertido en cara, y entonces recordé quien era el que hacía esas señales, y fui a por él causante de los fenómenos poltergeist.

Le encontré, como otras veces (hacía ya tiempo), en la iglesia de San Mateo al atardecer. Allí estaba el difunto Sanjosé, sentado en los bancos exteriores de piedra, viendo como se iba el día.

–¡Hombre! ¡Aquí está el fantasma tocacojones! – le dije malhumorado –. ¿Me puedes decir a qué viene lo de tirar mis libros?

–Es que estás siempre con tu Salvador Guinea, con tu Manuel Caridad... y ya no te acuerdas de mí.

(«Vaya – me dije – El muerto se me ha puesto celoso»).

–¡Qué no! ¡Qué no! ¿Cómo me voy a olvidar de ti? – Mentí –. Venga, vamos a dar una vuelta por la Ciudad Monumental y charlamos de nuestras cosas.

Y mientras me hablaba entusiasmado del Palacio de los Golfines de Arriba o el de La Generala, cuando sentí su cariñoso brazo frío sobre mis hombros, pensé en lo injusto de las prisas de la vida que hace que nos olvidemos de nuestros queridos muertos.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios