Monseñor Antonio Montero, obispo del Vaticano II para nuestro pueblo
JOSÉ MARÍA GIL TAMAYO | OBISPO DE ÁVILA
Jueves, 16 de junio 2022, 23:23
La muerte siempre es sorpresiva, también la 'previsible' de aquellos que cargados de años hemos disfrutado de su presencia y nunca quisiéramos que se nos ... fueran de entre nosotros. Es lo que nos ocurrió ayer con la muerte de Don Antonio Montero, el primer arzobispo de Mérida-Badajoz. Son muchos los recuerdos, vivencias, enseñanzas, largas conversaciones, jornadas de trabajo, dolores e ilusiones compartidos con Don Antonio, como le llamábamos con cariño a este extraordinario obispo que nos llegó a Badajoz nada más comenzar los años 80, ya que marcó la vida de nuestra diócesis extremeña hasta lograr la creación de la Provincia Eclesiástica y dar así más forma y significación eclesial a nuestra identidad extremeña, restaurando nuestro antiguo arzobispado emeritense.
Marcó para siempre mi vida no solo porque soy de la primera hornada diocesana que ordenó de curas y con su guía y ejemplo desarrollamos gran parte de nuestro ministerio sacerdotal, sino porque suscitó en mí la vocación de periodista y me enseñó a hacer de ella un ministerio añadido al de sacerdote para tender puentes mutuos entre la comunicación y la Iglesia. En esto Don Antonio ha sido un maestro y un referente mundial de comunicador cristiano reconocido y de gran impulsor de iniciativas periodísticas y editoriales.
Pero como cura de la diócesis de Mérida-Badajoz y como obispo natural de Extremadura, quiero destacar en esta breve reseña su figura de pastor, de hombre de Dios de profunda espiritualidad ignaciana, de mente abierta y positiva con la historia reciente de España y sus gentes, de hombre de Iglesia que, con un impresionante bagaje cultural y capacidad dialogante, anticipó el espíritu y enseñanza del Concilio Vaticano II –el gran acontecimiento contemporáneo de la Iglesia– y lo impulsó durante casi un cuarto de siglo en la diócesis extremeña procediendo a la renovación de la vida eclesial en nuestra tierra, especialmente con la preparación y puesta en práctica de las enseñanzas del Sínodo Pacense que lideró. Este talante humano y eclesial hizo del arzobispo Montero, la cabeza de la Iglesia en Extremadura y su pontificado contribuyó también notablemente a iluminar el proceso de ciudadanía que como sociedad y región, unido al resto de España, estuvo viviendo nuestra comunidad, especialmente en las dos últimas décadas del siglo pasado, y sobre todo, en la Transición. No en vano recibió en este sentido el reconocimiento de la sociedad civil y de las instituciones políticas extremeñas con la Medalla de Extremadura. Don Antonio fue un ejemplo del aprecio eclesial de la sociedad democrática y de la necesidad de llevar siempre a la práctica la colaboración e independencia entre ellas que establece nuestra Constitución.
Sus cualidades personales y su trayectoria sacerdotal, así como su prestigio eclesial, podían hacernos pensar que monseñor Montero nos duraría poco al frente de nuestra diócesis. Gracias a Dios no fue así. Soy conocedor de que tuvo propuestas que desechó ya que amaba profundamente nuestra diócesis y nuestro entero pueblo extremeño. Nuestras alegrías y sufrimientos eran los suyos. Ahora ya se queda con nosotros para siempre. Gracias, D. Antonio. Descanse en paz e interceda por nosotros ante Dios.
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