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Varios niños juegan descalzos al fútbol en un descampado de Bentiu, al sur de Sudán. :: ROBERTO SCHMIDT/AFP
Los 'sin papeles' del fútbol
SOCIEDAD

Los 'sin papeles' del fútbol

Al nigeriano Stephen Sunday, Sunny, un agente lo dejó tirado en París con 15 años. Tras un inesperado giro del destino, ahora juega en el Betis. La mayoría no tiene tanta suerte

PÍO GARCÍA

Domingo, 31 de enero 2010, 11:10

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Cuando Stephen Sunday Obayan, de 15 años, llegó al aeropuerto Charles de Gaulle, en París, el mundo entero se le vino encima. Cuatro horas antes, había cogido un avión en Lagos, capital de Nigeria, se había despedido de sus padres y les había dicho: «Me voy a Europa porque quiero ser grande». Un tipo le había prometido probar con algún club de la liga belga y Stephen vio en aquel agente una mano casi divina: «De pequeño, veía la televisión y rezaba 'Dios, quiero jugar en el Chelsea'». Sus padres eran pobres, pero se endeudaron un poco más y pagaron el billete. Su presunto salvador se comprometió a recibirle en la terminal.

Jamás apareció. Y Stephen Sunday Obayan, alias Sunny, se vio de pronto solo, a 20 kilómetros de París, cargado con una maleta, sin apenas dinero y sin nadie cercano a quien pedir auxilio. Sunny recordó entonces que dos amigos suyos, Elvis y Lloyd, vivían en las afueras de Madrid. Así que les llamó y les contó la situación. «Vente, aquí hay sitio para ti», le respondieron. De modo que cogió su petate, puso rumbo a la capital de España, se acomodó en casa de sus compatriotas y vació su cabeza de sueños de grandeza: debía buscarse la vida, como un 'sin papeles' más.

Pero el fútbol, que le había driblado en París, le aguardaba en el rincón más inesperado de su biografía. En Madrid conoció a un tal Peter, que dirigía la selección de nigerianos que participaba en el llamado 'Mundialito de la Emigración'. No era el Chelsea, ni tan siquiera el Brujas belga, pero aquel equipo aficionado le permitiría recobrar por un tiempo su entusiasmo infantil, cuando el balón botaba en los campos de tierra de Lagos y soñar era aún posible. Stephen Sunday se colocó en el mediocentro, su puesto natural, y comenzó a jugar con decisión y profesionalidad, casi furiosamente, como si quisiera cobrarse muchas deudas pendientes. Sunny mandaba, cortaba, pasaba, chutaba, disfrutaba..., pero jamás hubiera supuesto que su futuro estaba sentado en aquellas gradas. Un ojeador del Polideportivo Ejido, que entonces militaba en Segunda División, se fijó en aquel jovencísimo chaval, envió unos informes elogiosos y el club lo reclutó. Cuando Sunny volvió a coger su maleta para viajar a Almería, supo que, por fin, había llegado su oportunidad.

Para desentrañar la madeja legal en la que estaba metido (un menor nigeriano sin papeles que pretendía jugar al fútbol), el Poli Ejido ideó una solución pintoresca, pero eficaz: la Junta de Andalucía asumió la tutela de Stephen Sunday y el gerente de la entidad deportiva, Juan José Molero, se convirtió en su padre de acogida. Sunny supo coger aquel inaudito tren: aprendió español en la Universidad de Almería, se ganó un puesto en el equipo titular, consiguió la nacionalidad española, llegó a debutar con la selección sub-20 de su nuevo país, llamó la atención de los grandes clubes y fichó por el Valencia. Tras pasar por Osasuna, ahora juega en el Betis, en Segunda División.

Sunny consiguió que la rueda de la fortuna girara dos veces, algo demasiado inusual. Todos los años, cientos de niños africanos caen en la misma trampa en la que él cayó: falsos agentes los captan en África (sobre todo en Ghana y en Costa de Marfil), convencen a sus familiares para que les paguen el pasaje y les prometen pruebas con los grandes clubes europeos. Cuando aterrizan en el Viejo Continente, los chavales se topan de bruces con la realidad. Así le ocurrió también a Dugani Fusini, un niño marfileño de 14 años que, engatusado por un agente italiano, logró introducirse en aquel país sin cumplir ningún trámite legal. Durante un tiempo jugó en las categorías inferiores del Arezzo. No iba al colegio ni aprendía el idioma. Dormía en el sótano de un restaurante. Harto de su situación, Dugani huyó. La Policía lo encontró un mes después, aterrorizado y muerto de frío, durmiendo debajo de un puente.

El caso de Dugani Fusini sucedió en 1999, pero, diez años después, las sombras siguen oscureciendo los traspasos de jóvenes valores del fútbol africano. En mayo de 2007, 130 chicos llegaban en cayuco a las costas canarias, enfermos de hipotermia. Quince de ellos creían que llegaban a Europa para superar unas pruebas y entrar a formar parte «de la cantera del Real Madrid o del Marsella». Su historia encabeza un informe de 'Save the children' en el que la ONG denuncia el tráfico ilegal de niños futbolistas. «El elemento clave en el mercado ilícito de jugadores es la proliferación de academias y de agentes ilegales», subraya. Sólo en Accra, capital de Ghana, funcionan más de 500 escuelas de fútbol, casi todas sin permisos oficiales ni profesores cualificados. Allí se citan agentes sin escrúpulos de todo el mundo, que observan a los niños con el ojo de un tratante de ganado. Los padres, enterrados en la miseria, se endeudan por generaciones para que su hijo más dotado ingrese en una de estas supuestas academias. No sólo son ghaneses. Allá viajan también, en condiciones precarias, jóvenes de Níger, de Mali, de Nigeria,de Burkina Fasso... Saben que los intermediarios extranjeros prefieren visitar Ghana, un país con cierta estabilidad política, y que no se atreven a meterse en los suburbios de Lagos o de Bamako.

Eso hizo Bernard Bass, de 17 años, que marchó desde Guinea Bissau a Ghana, donde cayó en manos de un supuesto agente libanés. Convencido de que el Metz, un club de la Primera División francesa, le iba a hacer una prueba, decidió, aconsejado por su mentor, marchar en cayuco hasta Canarias. Su familia vendió la casa y sus hermanos menores, de 12 años, se pusieron a trabajar para conseguir el dinero que pagara la travesía en patera: «Desde Senegal -cuenta-, el viaje nos llevó dos semanas. Una mujer murió de insolación en la barca y la tiraron al mar. Cuando llegamos a Europa, estuve en un centro de Tenerife durante un mes». Bernard logró marcharse, pasó a la península y finalmente llegó a Metz. Nadie sabía nada de su prueba. Confundido y desesperado, lo intentó con otros equipos juveniles de la zona. No tuvo éxito. Ahora vive en Clichy, un suburbio de París. No tiene dinero para volver a su país ni papeles para trabajar. Duerme donde puede.

La aventura de Bernard Bass quizá parezca espantosa, pero no es rara. La ONG 'Culture Foot Solidaire' calcula que, sólo en Francia, más de 7.000 jóvenes deambulan por las calles después de fracasar en su intento de llegar al fútbol profesional. Un antiguo jugador internacional de Camerún, Jean-Claude Mbvoumin, creó esta asociación en el año 2000 para ayudar a los niños africanos que caían en las manos de agentes sin escrúpulos. «Algo hemos mejorado porque al menos ahora se habla de ello», reflexiona, con un deje de cansancio. Pero el rosario de niños abandonados por intermediarios salvajes continúa: «Todos los casos duelen -confiesa Jean-Claude Mbvoumin-. El mes pasado, la policía arrestó a uno en París. No tenía nada. Con el frío que hacía, sólo llevaba una camiseta». Mbvoumin pide contención a los equipos europeos y batalla en la FIFA para lograr una estricta aplicación de su artículo 19, que prohíbe el traspaso de futbolistas menores de 18 años. Pero, en diez años de trabajo, ha llegado a la convicción de que el problema sólo se podrá arreglar sobre el terreno: «Los padres quieren lo mejor para sus hijos. Por eso los envían aquí. Si supieran la realidad, lo que de verdad les espera... todo eso cambiaría».

La decisión de Ibrahima

Tal vez le ayude el ejemplo de Ibrahima Baldé, la última perla de la cantera de Atlético de Madrid. «El problema es que en mi país la gente piensa que en Europa hay dinero por todas partes», asegura. Como a Bernard Bass, a Ibrahima, senegalés, le ofrecieron marchar a España en patera. Se negó porque no sabía nadar. En cambio, aceptó la oferta de un amigo de su padre, que le propuso hacer una prueba con varios clubes argentinos. Con cien dólares y una mochila, Ibrahima llegó a Buenos Aires. Lo pasó mal, pero su velocidad le hizo un hueco en el segundo equipo del Vélez Sarsfield y ahí convenció a un conocido representante de jugadores, José Sánchez Parra, que finalmente lo llevó al Atlético de Madrid. Ibrahima tuvo que cruzar el océano dos veces para llegar a Europa.

Más difícil aún lo tuvo Río Antonio Mavuba, jugador del Villarreal cedido al Lille. Ahora es francés, pero hasta hace cinco años en su pasaporte ponía 'nacido en el mar'. Su madre lo parió en una patera que flotaba en el Atlántico. No sabe exactamente dónde. Huían de la guerra civil en Angola y acabaron, como refugiados políticos, en Francia. Allí, en el Girondins de Burdeos, se hizo futbolista profesional. Veinticinco años después, la final de la Copa de África se disputa hoy en su país de origen, en un flamante estadio de la capital, Luanda, y ante ojeadores de 60 clubes europeos. Los jugadores que esta noche, entre fuegos artificiales y confeti, alcen el trofeo más importante del fútbol africano, colocarán una lujosa guinda en un pastel de miseria, mentiras y ambición.

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