A dieta
No sé ya la de veces que he estado a punto de tirar la toalla y mandarlo todo al carajo
ENRIQUE FALCÓ
Domingo, 24 de enero 2010, 01:13
AL igual que miles de españoles, me he puesto a dieta al terminar las fiestas navideñas. Son fechas en las que, como todos saben, se bebe y se come en exceso, y el principio del nuevo año siempre parece ser una especie de borrón y cuenta nueva para lograr nuestros mejores propósitos. Además, lo prometí públicamente en mi artículo 'Gordos' del 13 de diciembre en HOY, así que una vez mentalizado y con un 'que me quiten lo bailao' de pensamiento placebo, me he decidido a dar el paso.
Mi novia dice que estoy inaguantable. Y no miente. Me subo por las paredes, todo me da asco y me encantaría pegarle una patada en el culo a todo el que me mira mal, pero qué le vamos a hacer, el proceso es así, lento y doloroso. Mi estómago no deja de gemir, acostumbrado a una gran cantidad de calorías, ahora me dice que a ver qué pasa, que uno no está acostumbrado a pasar penas. ¡Que a ver donde están esas copitas de buen vino, con su aperitivo, y esas pizzas y hamburguesas tan sabrosas! Además los graciosetes de siempre ahora no dejan de repetirme: «¿Por qué no haces la dieta del cartucho? ¡O la del cucurucho! ¿O la del pollo y el pan? Jajaja». Evidentemente el final de cada frase todos lo conocen y lo obvio. «¡Jajaja, qué cachondeo, me parto el culo!», me dice siempre el ordinario de turno. ¡Ahí, justo ahí -contesto yo- tienes tú la puñetera gracia! Mi cara de mala leche consigue que hagan mutis por el foro.
Mi amigo Javi, íntimo mío y de la gula, como quien suscribe, echa mucho de menos nuestras antológicas y celebradísimas cenas. Mi amigo y compañero Ángel, gran bebedor de caldos tintos, blancos, rosados, verdes y de cualquier color que se le ponga por delante, me atosiga con que se le acumulan las botellas en su magnánima bodega, y dice que catar solo no es tan divertido como conmigo. Varios restaurantes de la ciudad han bajado su cotización en bolsa al enterarse de mi forzosa dieta y en el supermercado de al lado de mi casa ya no tienen que reponer vino, ron ni alitas de pollo; éstas últimas se les están caducando.
Participé en un debate sobre la obesidad y el sobrepeso. El destino no está carente de cierta ironía. La verdad es que en algunos momentos me sentía como podría hacerlo un alcohólico hablando del alcohol o un ludópata sobre juego, pero en fin, la historia no la escriben los cobardes y es innegable que había llegado el momento de darle un respiro a mi cuerpo. Un cambio de aires podríamos decir. Y a los dietistas de la ciudad, desde aquí les digo que no se hagan ilusiones conmigo, mi precaria situación económica, como la de la mayoría de españoles, me prohíbe buscar ayuda profesional, por tanto he de conseguirlo sólo con la ayuda de mi frágil fuerza de voluntad.
Para animarme un poco me pongo a pensar en cosas positivas, como que seguro que en unos meses, esas camisas que me gustaban tanto y me quedan súper apretadas, podré volver a lucirlas; que entraré en mis viejos Levis abandonados a su suerte al fondo del armario o, qué sé yo..., que podré agacharme a atarme los cordones de los zapatos sin sufrir. También es posible que deje de sudar como un gorrino cuando me ponga un jersey o pueda sentarme sin dificultad en las estrechas sillas de autobuses, cines, restaurantes, etc. Mi somier y colchón seguro que dejan de vencerse por el lado donde yo duermo e, incluso, ¿por qué no? A lo mejor alguna vecinita Lolita me mira con ojos golositos cuando coincidamos en el ascensor.
Mejor será dejar de soñar y atenerse a la evidencia. Con tal de bajar mis niveles de colesterol y transaminasas y un agujero en el cinturón me podría dar con un canto en los dientes, pero tengo que conseguirlo a toda costa, va en ello algo más importante que mi honor. Mi salud.
Lamentablemente parece que el tiempo no pasa, sino vuelve, creo que las manecillas del reloj de la cocina van hacia atrás en lugar de adelante. No sé ya la de veces que he estado a punto de tirar la toalla y mandarlo todo al carajo. De sacar el cuchillo jamonero y ponerme a comer jamón con pan y una botella de vino. Bien pensado podría hacer como Abraracúrcix en 'El escudo Arverno', cuando se inventa una serie de consejos muy interesantes y moralmente satisfactorios: 'Hijos míos, cuando los ingredientes son buenos no hay ningún peligro', 'el secreto consiste en no abusar de las salsas' (mientras se sirve un cazo entero), 'un vino de calidad tiene que sentar bien forzosamente' y, el que más me gusta, 'cuando hay apetito todo marcha perfectamente'. La verdad es que estos consejos nos los hemos inventados todos los que estamos obligados a seguir un régimen. Pero no quiero acabar como el pobre Abraracúrcix y seguiré la dieta. Lo peor de todo, y lo que más pena me da, es que a pesar de tantas calamidades, llantos y penas acumulados sólo llevo un día desde que empecé la puñetera dieta. ¿Continuaré?