Brezo en los tejados
En Las Hurdes una siente que mira el mundo por encima del hombro
Victoria Pelayo Rapado
Viernes, 25 de abril 2025, 23:15
A veces una se encuentra con un viejo conocido a quien lleva tiempo sin ver y entonces le dices, o te dice: «Qué bien te ... veo, por ti no pasan los años», que es una frase hecha perfecta para estas ocasiones.
Hace poco volví a Las Hurdes. Poco en aquellas alturas ha cambiado, excepto la nueva generación de chavales, que se renueva siempre, como las primaveras, futuros escaladores de montaña, los únicos que parecen tener prisa allá arriba, trepando con sus bicicletas por la única y empinada carretera.
No tenía a quién decir «por ti no pasan los años», a no ser que se lo hubiera espetado al arbusto de brezo que crece en un tejado de pizarra, o, en este caso, bien cabría el usted, «por usted no pasan los años, Doña Hurdes», porque si alguna región se ha ganado el respeto o la deferencia a ser tratado de usted, por antigüedad, coherencia e indiferencia a modas y tecnologías, esa comarca es Las Hurdes. La zona está igual a como la recordaba en mi última visita hace cinco años, el año de la pandemia, casi igual que hace treinta y cuatro años, mi primera e inolvidable vez en Las Hurdes.
En la era de la digitalización, allí no valen móviles de última generación, ya en Fragosa perdí la posibilidad de utilizar mi teléfono, aunque nada me perdí de abajo, allá arriba una siente que mira el mundo por encima del hombro.
¡Ay, el tiempo! Ha pasado, pero apenas ha transcurrido para esta región, donde todo sucede lentamente, hasta los animales, gatos, perros o gallinas pasean por mitad de la carretera indiferentes a una conductora impertinente que ha tenido la osadía de subir hasta el último pueblo; no solo pasean, también se tumban a dormir en mitad de la calzada, inmunes a extranjeros, así se siente el visitante, invencibles frente al potente motor de un SUV o híbrido, sordos al claxon que rompe aquel silencio; hay que salir del coche y espantar con una palmada al perro dormilón y al gato perezoso que interrumpen el paso, bien seguros descansan en territorio hurdano.
Si algún pueblo se atribuye el mérito, curiosidad o capricho urbanístico de poseer en su callejero la calle más estrecha del mundo se equivoca. Es El Gasco el pueblo con la travesía más angosta, solo transitable para gatos, niños o adultos ágiles, siempre que no sobrepasen los cincuenta y pocos kilógramos bien repartidos. Yo hice un intento, quizá lo habría conseguido ya que me atraen los gestos que se asemejan a gestas, o aventuras, pero me pudo la claustrofobia.
En la única plaza de El Gasco compré una hogaza a un panadero ambulante; cuando se acabe, cuando las tostadas del desayuno solo sean pan precocinado de cualquier supermercado o multitienda, incluso entonces mi memoria gustativa seguirá recordando el sabor de aquella miga densa.
Quizá regrese más adelante; para ese entonces el mundo será distinto. Me pregunto si allá arriba seguirá rulando a su propio ritmo, ajeno a la prisa, impasible al aceleramiento, excepto el de los muchachos por ganar una carrera.
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