Se acercaba San Valentín y la cosa no pintaba bien. Yo intuía otro desastre a lo Bridget Jones y, para remediarlo, me tiré de cabeza ... al Tinder y al Grindr –las dos aplicaciones más concurridas para ligar–, a la búsqueda de un alma cándida que me sacara a cenar y me enviara hoy unas flores. Aunque yo le hiciera mañana un Bizum para reembolsarle la pasta. Porque –no hay que engañarse–, nadie dijo que cumplir las ilusiones fuera gratis.
Como yo no sabía ni por dónde empezar, llamé a consultas a dos alumnos de confianza. Porque hoy la gente joven sabe de todo, excepto de lo que uno explica en clase. Y moviendo el dedo sobre la pantalla, no tienen rival. Me sacaron una foto con el móvil, le metieron el filtro de belleza y –¡hala!– ahí estaba yo: recién salido del útero materno, con el cutis de quince años atrás y pose de sexy-fucker (no insistan, porque me produce vergüenza traducir este término).
Hace ya unos años, durante una comida informal con unos cuantos profesores y estudiantes de una universidad mexicana, charlábamos sobre estas cosas del amor. Y del sexo. Cuando el tequila ya nos había quitado cierta lucidez, a cambio de darnos mayor sinceridad, uno de los presentes soltó: «Es que no se puede elegir ser fiel, sin haber sido antes infiel». Y a mí –que me va mucho el rollo freudiano–, la frase me dejó tan trastornado que, aún hoy, continúo dándole vueltas. Medio mareado.
Poco después de aquel viaje, me invitaron a la defensa de una tesis doctoral que abordaba la obra del cineasta Stanley Kubrick. En su momento me había fascinado 'Eyes wide shut', una película que explora los deseos que laten escondidos dentro de un matrimonio aparentemente perfecto. Y que, por una serie de vicisitudes, acaban poniéndose sobre la mesa, en ese viaje –a veces difícil– que es el de contarnos y contarle al otro qué es aquello que verdaderamente deseamos.
Así que, por cosas del inconsciente, la frase de marras reapareció. Y como Dios me dio el don de hablar sin pensar, salió de mi boca en aquel acto. Sin saber yo que –al decirla en voz alta– le estaba arreglando la conciencia a más de dos y de tres, cuyas parejas tocaban el techo de casa con lo que portaban sobre sus cabezas. Ya saben: hasta ese punto en que rascas la pintura y ya no hay marcha atrás en el descascarillado del alma.
Con el tiempo he pensado que, quizá, aquel estudiante se refería –con su frase tan provocadora– a la necesidad de hacernos conscientes de por qué elegimos ser fieles o infieles. Y que, en algunos casos, es algo que no sucede hasta que uno transgrede el pacto y comprueba las consecuencias.
Durante el ratito que yo duré en Tinder y en Grindr, la cosa se puso caliente. Y, aunque yo iba de cara, vi más pechos y penes de los que he atisbado en toda mi vida corriente. Mis asesores de confianza me insinuaron que soy poco flexible. Y que, así, ni cena, ni flores. Ni nada. Y me espetaron: «Profe, ¡que hoy lo del sexo es muy fluido!». ¡Toma! ¡Y tanto! Que no hay ni que pensar. Ni casi que desear. Y de San Valentín…, ya ni hablamos.
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