La semana, no tan santa
No se puede negar el riesgo: el de la escenografía vacía. La religiosidad convertida en post, en selfie, en posición o en hueca tradición
Toni Barquero
Domingo, 20 de abril 2025, 08:00
En tiempos de ruido constante, el silencio se revela como un acto de resistencia.
Pasos lentos, capirotes que buscan arañar el cielo, rostros ocultos, lágrimas ... en furtivas miradas, olor a incienso, retumbar de tambores, tintineo de campanas, plegarias que escapan furtivas del roce de simbólicas túnicas, sincronizados movimientos, hombros destrozados que buscan aliviar otros pesos, pies que sangran agradecidos, auras moradas, blancas, negras, cornetas que hablan de muerte y de cielo…
Fuera, en el otro lado, en el de las aceras concurridas con críticos, pasivos o inmersivos espectadores, el cortejo adquiere otra dimensión.
Algo tiene la Semana Santa de santa, aunque se emborrone, porque aún disfrazada de cultura sigue acaparando la escena de la fe, del descanso, del ocio y del interés.
Choca tanto aparente fervor en un entorno laico, descreído, rápido; en una sociedad donde la fe, al menos la tradicional, ha sido reubicada al ámbito de lo privado, de lo íntimo o incluso de lo anecdótico. El discurso dominante desconfía de lo espiritual, se incomoda ante lo que no puede explicar. Y sin embargo, ahí están: las calles abarrotadas, las cofradías con listas de espera, los altares rebosantes de flores. ¿Qué queda entonces de la santa semana? ¿Qué es lo que nos sigue tocando por dentro?
Tal vez sea la nostalgia de lo sagrado. Quizás, sin saberlo, seguimos necesitando rituales que nos reconecten. Quizás buscamos una pausa impuesta por lo simbólico. Quizás la Semana Santa y las procesiones, con su lentitud solemne, su belleza ritual, su lenguaje que no se explica con palabras nos ofrecen precisamente eso: un reencuentro.
Pero, ¿y el riesgo de vaciar lo profundo, de convertir lo sagrado en escaparate? Hay un filo invisible entre la devoción y la absurda postal. Y ese filo parece estar sobrecargado.
No se puede negar el riesgo: el de la escenografía vacía. La religiosidad convertida en post, en selfie, en posición o en hueca tradición.
Me pregunto si todo vale, si la cantidad será siempre el indicador prioritario. Me pregunto también si ese Jesucristo estará arriba, bajo palio, o será espectador de acera.
Tal vez, desde una esquina, con túnica raída, oliendo a barro, a calle, a pólvora, camuflado cuán figurante, con los ojos llenos de siglos, no reconocería su propia tumba; observaría incrédulo cómo la redención se reparte por protocolo y no por conversión y, deslumbrado por terciopelo y oropel, se estremecería ante espadas y fusiles que rinden honores a la Paz, al perdón.
Tal vez se preguntaría por qué en su nombre seguimos bendiciendo guerras.
O tal vez permanecería arriba, omnipresente, sobre los hombros de quienes lo transportan con la fuerza de la fe, de la necesidad de mantener el ritual porque ello les hace sentirse más cerca, más nobles, más agradecidos y tal vez, cuando el resplandor de los cirios deje caer la venda, tal vez se haga ver en Gaza, Sudán, Siria, Ucrania, Yemen… o en un bote a la deriva. Tal vez mirará al cielo, y con vieja resignación pronuncie un «Padre, perdónalos, aún no saben lo que hacen».
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión