Que nunca nos falte la ilusión
Rafaela Cano
Sábado, 4 de enero 2025, 07:53
En 1976 se publicó un librito con el título en español de 'Las cartas de Papá Noel' de J. R. R. Tolkien. Se trataba de ... una recopilación de cartas que el escritor sudafricano envió durante más de veinte años a sus tres hijos haciéndose pasar por Papá Noel.
Año tras año los niños recibían las cartas en las que Papá Noel les contaba las extraordinarias historias que le sucedían en el Polo Norte: que los renos se escapaban, el trabajo que tenía en esos días, que el Oso Polar del Norte se rompió una pata, que tenía una nueva casa en el acantilado…
No importaba que los niños nunca vieran a Papá Noel dejándoles los regalos, su imaginación suplía su ausencia.
Era tanta la ilusión que les hacía que, pasada la infancia, las cartas les siguieron llegando hasta que la pequeña cumplió catorce años.
En mi infancia, en cuanto pasaba el día de la Purísima Concepción, uno de los puestos de ultramarinos de mi pueblo se transformaba para nuestros infantiles ojos en una especie de cueva de Alí Babá en la que los tesoros colgaban del techo cual lámparas maravillosas que desbocaban nuestra imaginación: muñecas, triciclos, caballitos, escopetas, camiones… Pero no sólo del techo provenía la ilusión. De las estanterías desaparecían los comestibles, sustituidos ahora por cajas de puzles, juegos reunidos, estuches con cocinitas…Y sobre todo figuritas para el portal de Belén. Cientos de preciosas figuras hechas de barro y pintadas de colores se exponían en las vitrinas de cristal a la vista de nuestros ojos: nacimientos, lavanderas con el lío de ropa en la cabeza, pastorcillos con corderos en los hombros, burritos con serones cargados de sandías, piaras de cerditos, Reyes Magos y grandes y vistosos castillos de Herodes con soldados lanceros custodiando la entrada.
A principios de enero el mundo de fantasía de las figuras de barro y corcho daba paso a otro, aún más ilusionante: el de los Reyes Magos.
Adosado a la puerta de la tienda aparecía un Rey Mago de cartón piedra con una rendija a modo de buzón dónde los crédulos párvulos depositábamos la carta para los Reyes Magos.
No había entonces cartero real y las misivas llegaban directamente a Sus Majestades. Tampoco había aparecido nunca por el pueblo Papá Noel.
Pero antes de escribir las ilusionantes cartas habríamos de pasar muchas horas mirando los juguetes. Poco importaba que luego esos mismos juguetes fueran los que encontrábamos en nuestras casas traídos por los generosos Magos de Oriente. Nuestra imaginación infantil, nuestra ingenuidad, era capaz de transformar la realidad creando un mundo de fantasía incapaz de igualar nada ni nadie.
Y así, un año tras otro, durante toda nuestra infancia, aquel ultramarinos nos traía la magia de la Navidad a través de unas pocas figurillas de barro y nos hacía vivir la ilusión con un simple dibujo de cartón piedra. No necesitábamos más. Nuestra imaginación suplía las costosas, y a veces, extravagantes cabalgatas en las que los Magos de Oriente suelen visitarnos ahora. Entonces, llegaban de madrugada con sus magníficos camellos cargados de juguetes y recorrían el pueblo. Nunca los vimos, nunca nos tiraron caramelos, nunca pudimos contemplar sus rostros, ni sus trajes, ni sus tronos, ni sus camellos.
Al igual que a los hijos de Tolkien, no nos hacía falta. Los imaginábamos igual que las maravillosas figurillas de barro de aquel entrañable puesto de ultramarinos.
A pesar de los años pasados sigo creyendo que los Reyes de Oriente pasarán por mi casa y me dejarán el regalo de seguir escribiendo y, ojalá, a ustedes les traigan el de seguir leyéndome.
Felices Reyes.
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