Siempre se termina así, con la muerte, pero primero estuvo la vida escondida tras el blablablá...», reza Jep Gambardella en los últimos instantes de su ' ... Grande Belleza'.
Hace unos meses, allá por junio, se me propuso hacer algo diferente. «Ven a África a ayudar». Cinco meses más tarde, brazos vacunados, papeleo sellado y quince mudas, aterricé en Abiyán, capital que acogió el final de la Segunda Guerra Civil de Costa de Marfil hacía diez años. Recuerdo el olor: canela y tierra mojada. Tenía las manos húmedas antes de aterrizar. Su noventa por ciento de humedad procuraba sudor hasta en las uñas. La labor era sencilla sobre el papel: había un pequeño pueblo ajeno a los mapas en el que católicos, musulmanes y animistas creyentes del alma de los árboles no solo vivían, disfrutaban de una armonía casi musical. El esquinazo cultural no existía. Las diferencias religiosas y demás belicismos poco tienen que ver con las deidades y sus mandatos y mucho con lo político; vicios del primer mundo. En este tridente de culturas, los católicos eran una minoría que rezaba bajo un árbol rodeado de tierra roja y raíces viejas. No tenían iglesia ni sillas para todos. Tonto el último, aunque nunca vi a un niño o a una mujer de pie. Quizás, en este mundo rico de pompa y farfolla no estemos tan bien enseñados, cuando ni siquiera en un bus dejamos a una embarazada sentarse sin refunfuñar. El caso es que había que levantar una iglesia. Lo que me quitaba el sueño no era dar paletazos de cemento, cargar carretas de hormigón fresco, ni la plasta que se formaba en los brazos entre repelente de moscones, crema solar y chispazos de cemento. La vieja Europa ha olvidado. Aquí las preocupaciones son otras: la obesidad por mala alimentación y de merienda un donut, psicología prematura, en muchos casos, por sobreprotección, alcoholismo tempranero y paro de contar. Allí, África lloraba por una simple necesidad: comer más de una vez al día. La barriga por hambruna no se ocultaba como una vergüenza porque era el pan de cada día; el que les falta. En mayor o menor medida, todos la cargaban, los más huesudos y los que tenían la suerte de comer algún grano más. Siempre nos esperaban, a veces durante horas. Cuando nuestra camioneta llegaba, setenta u ochenta niños corrían detrás. Llegábamos temprano, y ellos ya estaban allí. Ignoro a qué hora se despertaban o si tendrían relojes. La inocencia tiene eso que nos hace cerrar los ojos mientras la vida nos cruza la cara a esperas de que al abrirlos encontremos un abrazo. La pequeña Aia, Olivier, Priscille y su hermana Medei de mochila, los gemelos Koná y Motaba, Mosé Aní y sus trenzas púrpuras. No llegué a conocer a los padres. No sé dónde estaban, ni si tenían o si los habían llegado a conocer. La educación, más popular que escolar o familiar, venía de la mano de una vara de un metro que tuve la mala suerte de presenciar y que no contaré en estas líneas. Robar se pagaba con sangre, incluso si tenías catorce años. Uno de mis compañeros se encariñó con Aia. Tenía neumonía y no más de siete años. Mientras volábamos a nuestro país de niños bien me dijo: «Tío, ¿y si ella no está cuando volvamos?». «¿A dónde va a ir?, si no tienen un duro». Se calló, y en ese silencio sempiterno comprendí la trascendencia del viaje al que se refería.
La egolatría nos hace creer que dejamos marca allá por donde pasamos, pero en este caso, África me la dejó a mí y esa sí la llevaré el resto de mi vida.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión