San Juan arde, el mundo también
Pilar Coslado
Jueves, 26 de junio 2025, 09:07
Gloria a Dios en las alturas, recogieron las basuras de mi calle, ayer a oscuras y hoy sembrada de bombillas», canta Serrat, y una no ... puede evitar pensar que quizá lo divino se cuela por la rendija de lo cotidiano. La noche de San Juan, esa en que se encienden hogueras para espantar los malos espíritus, parece prestarse al engaño amable de que todo puede empezar de nuevo si se quema lo suficiente.
Pero hay fuegos que no purifican. Hay llamas que no redimen. Y hay palabras que una escribiría en un papel y lanzaría al fuego con urgencia y furia: miseria, destrucción, muerte. Las tres, inseparables, marchan juntas por el mundo al paso de las guerras.
No hay magia que las detenga. En Ucrania, en Gaza, en los rincones siempre olvidados del Sahel, y ahora con la amenaza latente de un nuevo frente en Irán, las bombas no respetan los solsticios. La guerra ya no estalla: simplemente se perpetúa. Como si hubiese adquirido la categoría de fenómeno natural, como si tuviéramos que acostumbrarnos a su zumbido de fondo mientras seguimos con nuestras vidas.
Y ahí están ellos, los líderes mundiales, jugando a ser generales de epopeya desde cómodas poltronas, rodeados de banderas y egos. Algunos se creen estrategas salidos de Sun Tzu, aunque más bien parecen haber leído la contraportada de 'El arte de la guerra' y confundido la astucia con el delirio de grandeza.
La soberbia, esa peste moderna, empuja a ciertos gobernantes a buscar su sitio en la Historia a costa de cadáveres ajenos. Y lo peor: lo consiguen. Porque seguimos hablando de ellos, temiéndolos, dándoles tribuna. ¿Y nosotros? Miramos, analizamos, opinamos, pero rara vez actuamos. Nos hemos instalado en una impotencia sofisticada, decorada con gráficos y columnas de opinión.
A veces una quisiera pensar que aún queda espacio para el sortilegio, que bastaría con arrojar unos papeles al fuego y conjurar así la locura global. Pero la realidad es más terca: ni los fuegos de San Juan pueden con la maquinaria bélica, ni los deseos susurrados entre cenizas detienen a quienes prefieren el estruendo de los misiles al silencio incómodo del diálogo.
Una pregunta nos quema: ¿qué hacemos nosotros? Seamos valientes y saltemos las hogueras. Que el chasquido de la leña recuerde que nada está escrito y que el fuego puede simbolizar renovación. Pero no nos quede en rito: encendamos promesas, exigencias, nuevas prioridades. Que ardan en la carne de nuestra conciencia, hasta que la guerra deje de verse como un espectáculo necesario y pase a ser condena, prohibición, anomalía impensable. Así, sí, podremos cantar con Serrat: «Gloria a Dios en las alturas…», no por la luz fría de un lucero, sino por la luz cálida, intensa, de una sociedad capaz de desterrar una barbarie milenaria.
Y, mientras tanto, los problemas que sí tienen solución, los que sí podemos abordar, siguen esperando turno: el acceso a la vivienda, la desigualdad obscena, la violencia que mata sin titular, las trabas que ahogan al que emprende, al que trabaja, al que apenas sobrevive. Ésas son nuestras guerras. Aquí. A la puerta de casa.
Quizá por eso necesitamos estas noches simbólicas: para recordar lo que querríamos cambiar, lo que urge decir. Para gritarle al fuego que basta ya. Que arda lo que tenga que arder, sí, pero que no se nos queme la esperanza.
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