Solo hace falta darse una vuelta estos días carnavaleros por Badajoz para constatar que la gente tiene ganas de fiesta tras años de una crisis ... que ha tenido diferentes caretas desde 2008 pero siempre las mismas víctimas: quienes tienen los bolsillos agujereados o remendados y más debes que haberes. Por ello, estos tienen, más que ganas, necesidad de fiesta para exorcizar los demonios cotidianos y reírse, más que de los demás, de sí mismos, de sus patéticas y absurdas existencias. Porque la fiesta es un punto de fuga, es, como la definió el filósofo francés Roland Barthes, «el arte de vivir por encima del abismo».
Para Byung-Chul Han, el tiempo festivo es un tiempo en el que la vida se refiere a sí misma, en lugar de someterse a un objetivo externo. A su juicio, deberíamos liberar la vida de la presión del trabajo y de la necesidad de rendimiento; «de lo contrario, la vida no merece la pena vivirla». Según este mediático filósofo surcoreano, las fiestas, como actos rituales que son, mantienen cohesionada una comunidad, generan una comunidad sin comunicación, mientras que lo que predomina hoy es, intensificada por las redes sociales, una comunicación sin comunidad.
La fiesta está mal vista por el capitalismo y la ética protestante que le sirve de superestructura porque no es productiva. Como dice Han, el régimen neoliberal somete todos los ámbitos de la vida a la producción, incluso el reposo, degradándolo a pausa para descansar y poder seguir rindiendo en nuestros trabajos.
Guiado por esta lógica productivista, el capitalismo ha convertido muchas fiestas en negocios, despojándolas de su significación ritual y simbólica. Como dice Han, son objeto de una gestión de eventos. Y los eventos o festivales, como versiones consumistas de la fiesta, tampoco generan ninguna comunidad aunque sean masivos. No son más que una nueva ocasión para hacerse selfis, subirlos a redes sociales y alardear de que estuvimos allí.
En nuestra sociedad de rendimiento se ha generalizado la idea de que lo que no se graba con el ‘smartphone’ y se comparte en Facebook, Instagram o Twitter no lo hemos vivido. Valga como botón de muestra la imagen que inmortaliza a LeBron James metiendo la canasta que le convierte en el máximo anotador de la NBA. En ella se ve a todo el público fotografiando el instante con su móvil salvo a un señor canoso –Phil Knight, uno de los fundadores de Nike– que, desde la primera fila, simplemente observa y disfruta de un momento histórico.
Así, estamos más pendientes de dejar claro a los demás lo que vemos, hacemos o vivimos que de realmente verlo, hacerlo y vivirlo; de, cual Narciso, parecer que de ser. Por eso me gustan los carnavales, porque por unos días la gente se quita la máscara del superyó, desata su ello y se muestra al final tal cual es. Porque, paradójicamente, cuando nos disfrazamos, desnudamos nuestra personalidad, la mostramos aunque sea al modo de la caricatura, exagerando sus rasgos más característicos.
Hasta un pesimista lúcido como Schopenhauer sostenía que, si bien es cierto que alcanzar la felicidad, entendida como una completa satisfacción de nuestros deseos, resulta imposible, no hay que cerrar la puerta a la alegría cuando llega, aunque sea efímera. «No hay destino que no se venza con el desprecio. Por tanto, si el descenso se hace algunos días con dolor, puede hacerse también con alegría», dejó escrito Albert Camus en ‘El mito de Sísifo’.
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