¿Y ahora qué?
Tribuna ·
Si con la aplicación actual de insecticidas, la plaga fue capaz de asolar 20.000 hectáreas en 2022, ¿nos imaginamos la hecatombe que se produciría en la agricultura si se prescindiera de ellos, tal y como propugnan algunas asociaciones ecologistas?José del Moral de la Vega
Investigador emérito de Ciencias Agrarias en el Cicytex
Domingo, 15 de junio 2025
La agricultura es el mayor fraude de la historia de la Humanidad, por la cual han venido todos los males que afectan al hombre de ... hoy». Esa no es la perorata de un boquisuelto cualquiera, es una frase del libro 'Sapiens' escrito por el historiador Yuval Noah Harari, libro traducido a 63 idiomas del cual ya se han vendido más de 23 millones de ejemplares, una de cuyas ediciones es para niños, con lo cual queda claro su potencial doctrinario. ¿Nos podemos explicar por qué la agricultura actual está demonizada por una gran parte de la sociedad? El argumento de Harari podría ser uno de los que cada día aparecen en el mundo intelectual sin otro valor que su extravagancia, pero en España no lo podemos tomar a broma porque la agricultura es un pilar de nuestra economía y, sobre todo, es el principal soporte del mundo rural y base de su cultura, con tanta importancia que no parece exagerado afirmar que el progreso de la nación depende en gran parte de ella, para cuya productividad son necesarios, entre otras cosas, cultivos de riego, lo que ha originado un debate histórico que, hasta el siglo XX, se desarrolló entre ingenieros y políticos, mientras que ahora se hace en el campo de las ideologías.
Es incuestionable que para mantener los cultivos de riego es necesaria la regulación de las cuencas fluviales mediante obras de ingeniería, proyectos a los cuales se oponen determinados grupos ecologistas porque, según su criterio, eso perjudica a los animales de las cuencas. Y cuando esa polémica está aún sin resolver, aparece un dictamen que la complica aún más. El ayuntamiento de Serra de Outes (La Coruña) ha reconocido al río Outes como «un sujeto de derecho», incluyendo su potestad a existir, a estar limpio, a fluir libremente y a que se recupere su ribera, declaración con la que se proclama el derecho del río a impedir todo proyecto para riego.
A ese peligro para la agricultura hay que añadir las campañas de algunas organizaciones ecologistas contra el empleo de fitosanitarios. Concretamente, WWF–España promociona ahora el siguiente spot: '¡No más plaguicidas!'. Y Greenpeace pregona: «El uso de plaguicidas es una amenaza para la biodiversidad». Es evidente que estas organizaciones no conocen las tragedias que han producido las plagas en España cuando todavía no se conocían los insecticidas de síntesis industrial: en el siglo XVII se desarrollaron plagas de langosta durante 51 años, desastres que continuaron apareciendo hasta bien entrado el siglo XX. La crónica de una de estas, en 1844, es espeluznante: «Baste, pues decir, que en Torrenueva, pueblo de esta provincia, según aviso oficial que tengo a la vista en este momento, una plaga numerosa, después de acabar con la ropa de algunos infelices segadores, empezó a devorar a un niño. Nada puede añadirse a esto, porque cualquier cosa que se refiera, lejos de exceder lo que acabo de manifestar, ni aun podrá comparársele […] los habitantes de muchos pueblos, atemorizados con tantos desastres, tiemblan, y no sin fundamento, a la vista de tan espantoso porvenir». Pero el fantasma de esas plagas aún no ha desaparecido. La existencia de la langosta es consustancial a determinados ecosistemas existentes en Andalucía, Aragón, Castilla-La Mancha y Extremadura, aunque la formación de la plaga se impide con aplicaciones de insecticidas mediante un procedimiento muy eficaz e inapreciable impacto medioambiental, y ni aun así se puede asegurar que el control de la plaga pueda ser total en cualquier año que se produzca. Concretamente, en 2022, en La Serena, se declararon 20.000 hectáreas de cultivos destruidos por la langosta y, en 2024, en Utiel-Requena y Málaga también se denunció su aparición, fenómeno que puede resurgir en cualquier año con una meteorología adecuada al parásito.
Si con la aplicación actual de insecticidas, la plaga fue capaz de asolar 20.000 hectáreas en 2022, ¿nos podemos imaginar la hecatombe que se produciría en la agricultura si se prescindiera de ellos, tal y como propugnan determinadas asociaciones ecologistas? Estos argumentan que su oposición a los plaguicidas y al encauzamiento de los ríos tiene por objeto la protección del medio ambiente, pero sus justificaciones son del ámbito de la moral y del derecho y debe ser desde ahí desde donde se debe deliberar sobre sus propuestas.
Es una realidad innegable que, desde siempre, los animales han sufrido abusos, falta de cuidado e incluso maltrato por los humanos, comportamientos que son intolerables, pero, para evitarlos, algunas instituciones se han atrevido a considerar iguales a humanos y animales, otorgando a estos la categoría de sujetos de derecho, un planteamiento que ha sido refutado con criterios científicos desde la biología y por filósofos como Braunstein o Julián Marías.
Estas discusiones referidas a los derechos de los animales y los ríos pueden despertar interés en un ámbito intelectual, pero su aplicación a la vida no siempre es inofensiva, como lo prueba el hecho de que hace muy poco, en la cuenca del Júcar, relacionados con esa polémica, se han producido más de 200 muertos, la ruina de miles de familias y pérdidas económicas de más de 17.000 millones de euros, realidad trágica que evidencia el menoscabo de los derechos humanos producidos por esta ideología, cuestión que no niega el promotor intelectual de la misma –Peter Singer–, para el cual hay que ir contra el Humanismo por su efecto perverso en la Naturaleza.
Es evidente el entusiasmo que ha nacido en una gran parte de la población alrededor de los derechos de los animales, fenómeno probablemente debido, más que a la doctrina de su fundador, Peter Singer, al natural afecto que tenemos a los animales domésticos; pero si estos adeptos conocieran realmente a donde se puede llegar con la aplicación de esos derechos, el proselitismo creado sería muy diferente. Realmente, se hiela la sangre cuando leemos una conclusión a la que llega Singer: «Un discapacitado tiene menos dignidad que un perro». O esta otra: «Sería mejor experimentar con humanos en coma que con animales».
Parece una obviedad afirmar que el progreso de la Humanidad se produce por la armonía entre actividades conservadoras e innovadoras, pero no todas las innovaciones son utilizables. Está claro que tenemos obligación moral de proteger a los animales, pero no de cualquier manera. Hace muy poco hemos comprobado que cuando ese cuidado se ha pretendido conseguir evitando el encauzamiento de un río, lo que realmente se ha conseguido ha sido una enorme catástrofe humana.
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