De la concordia
José Luis Gil Soto
Martes, 27 de junio 2023, 07:28
Prometo que no voy a hablarles de los desacuerdos entre los dos partidos que tenían que haber constituido el denominado bloque de derechas ni de ... cómo repartir la contribución de los mismos al desaguisado. Tampoco voy a hablarles del vuelo rasante de un alcalde socialista al olor de un cadáver político. Y ni mucho menos voy a comentar aquí el papel de los mercenarios, ya sean asesores políticos o jefes de la columna Wagner. Voy a hablarles, eso sí, de un acontecimiento que ocurrió hace hoy quinientos diecisiete años: la «Concordia de Villafáfila».
No habían pasado dos años de la muerte de Isabel la Católica. La gran reina, consciente de que su hija Juana se había entregado de manera desmedida a su esposo y había abandonado Castilla pese a ser la heredera, y sabedora de que no era persona especialmente apta para el gobierno, dejó escrito lo siguiente antes de morir (lo traduzco del castellano antiguo): «Ordeno y mando que si mi hija la princesa no estuviere en estos reinos o estando en ellos no quisiese o no pudiese entender en su gobernación, que el Rey, mi señor, administre y gobierne en su lugar, hasta que mi nieto Carlos, su hijo primogénito, cumpla veinte años. Y asimismo ruego a la princesa y a su marido que sean obedientes y sujetos al Rey».
Pero Felipe el Hermoso dijo que ni hablar, y convenció a su mujer de que viniesen a Castilla a hacerse cargo del asunto cuanto antes, por lo que la disputa entre Fernando el Católico y su hija y yerno estaba servida. Sin embargo, estaban condenados a entenderse y tendrían que negociar.
Y entonces vino el acto de concordia, ese acuerdo firmado en Villafáfila por Fernando y al día siguiente en Benavente por Juana de Castilla, apodada 'la Loca' y su esposo Felipe de Habsburgo, apodado 'el Hermoso'. Acordaron que Felipe quedase como rey «iure uxoris», es decir, gracias a su mujer. Fernando, que venía gobernando Castilla como consecuencia del testamento de su esposa, se retiraba a sus reinos de Aragón. Todo arreglado. Fernando cedió en favor de la legítima heredera, aunque esta parecía incapacitada y su esposo no era un dechado de virtudes, precisamente.
Lo acordado en la negociación fue efímero, porque Felipe falleció en septiembre de ese mismo año. Tras una breve regencia del cardenal Cisneros, Fernando el Católico regresó a Castilla como gobernador, aunque no como rey. Siempre hay algo que ganar y algo que perder, así es la vida. Y a pesar de que no veía en su hija una mujer digna del buen gobierno, le pasó como a Churchill muchos años después: «A menudo me he tenido que comer mis palabras, y he de admitir que son una dieta equilibrada». Todo depende de cómo se admitan y se digan las cosas. Ni al rey Fernando ni a Winston Churchill se les recordará negativamente por haber cambiado de opinión. Lo de la 'oportuna' muerte de Felipe el Hermoso lo dejamos para otro día.
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