Entre la fiesta y el espectáculo
El carnaval se debate entre los «valores de uso» (la identidad) y los «valores de cambio» (el turismo), porque la fiesta en general, y el carnaval en particular, se han convertido en un producto-mercancía de consumo en la sociedad del espectáculo
Javier Marcos Arévalo
Antropólogo
Jueves, 8 de febrero 2024, 08:07
Una de las características de los rituales festivos, siéndolo por definición el carnaval, es la polisemia y la capacidad para adaptarse al cambio social. Y ... otra es la de vincular el presente al pasado, y el individuo con su comunidad. De manera que la fiesta implica la continuidad de las generaciones y los grupos de las sociedades locales. El carnaval hoy se debate, no obstante, entre los «valores de uso» (la identidad) y los «valores de cambio» (el turismo), porque la fiesta en general, y el carnaval en particular, se han convertido en un producto-mercancía de consumo en la sociedad del espectáculo.
¿Queda algo nuevo que decir sobre los carnavales? ¿Puede escribirse un texto original? ¿Existen ideas novedosas y planteamientos sugestivos? El análisis y las reflexiones que se han hecho tienen que ver, lógicamente, con las formas de mirar que caracterizan los diversos ámbitos disciplinares. Se ha definido al carnaval como una fiesta que expresa la «inversión simbólica de la realidad social»; porque durante los carnavales se desestructura coyunturalmente el orden social. Sátira, disfraces, máscaras, liberación de tabúes, flexibilidad en el control social, etc., convierten estas fiestas, durante un período ritual limitado, en una especie de antiestructura o de tiempo para la transgresión metafórica de las normas establecidas. El carnaval se convierte así en un tiempo de transposiciones «ficticias», donde por unos días «todo cambia para que nada cambie; para que todo permanezca igual».
La dramatización de un período de alegría que precede a la Cuaresma cristiana, la escenografía de los carnavales y las alteraciones estéticas que sufren las poblaciones durante el tiempo de carnaval son factores clave a la hora de analizarlos; porque se generan espacios y tiempos, socializados, llenos de sentidos y cargados de significados colectivos. Sin género de dudas, las formas en que se expresa, la pluralidad de códigos discursivos y el carácter vivencial, pero efímero de esta fiesta, produce comportamientos sociales singulares. De entrada, llama la atención por lo que tiene de aparente paradoja, el hecho de que las autoridades municipales y las instituciones políticas, otrora objeto de las críticas y los agravios, se hayan convertido hoy en su más directo impulsor. El carnaval actualmente ha pasado de ser una «fiesta postergada» a ser un «fiesta protegida», incluso subvencionada. Es un proceso en ocasiones inconsciente. De tal manera pueden hacerse dos lecturas del carnaval: la oficial y la no oficial; o lo que es lo mismo, el carnaval institucional, programado, construido de arriba abajo; y el callejero, de abajo a arriba. Se trata, en definitiva, de dos cuestiones diferentes: la fiesta y el espectáculo. Mientras en la primera, que responde al modelo inconsciente que transgrede la norma y ritualmente subvierte lo establecido, se da la activa y espontánea participación (la calle); la segunda, en contraste, se distingue por la pasiva recepción de la exhibición que ejecutan unos pocos («representación teatral»: comparsas, desfiles de carnaval…). La fiesta, en cambio, supone activa participación. La parte festiva del carnaval solo se vive y percibe cuando concluye aquella, el espectáculo festivo. Es cuando la gente protagoniza la calle, cuando se culturizan y cargan de contenidos y significados sociales los espacios abiertos, públicos, nunca privados. La inversión por unos días de los valores que regulan el orden social es imposible en la realidad diaria, pero la denuncia, la protesta, la crítica canalizada cada año a través del carnaval se convierte en una estrategia socialmente «institucionalizada», y, por ende, falta de toda operatividad. Porque las instituciones y sus representantes han comprendido que es mejor estar en el sistema –carnaválico– que contra él. Es por lo que, como los demás ciudadanos, representan un papel en el juego. Su rol de blanco de la mofa pública ya no es el que históricamente le otorgaba el pueblo. Lejos están los tiempos en los que la crítica o el insulto producían mellas en el establishment. Porque la crítica programada nunca es crítica, sino domesticación. Razón por la que, inexorablemente, cada año se espera de antemano este tipo de conductas; o pretendidos escarnios. Es decir, están absolutamente asumidas en la dialéctica de las relaciones entre el poder y el pueblo. El fundamento del carnaval siempre fue la prohibición y la Cuaresma. Y ambas, en una sociedad democrática y secularizada, han pasado a mejor vida.
Me parece que el carnaval urbano, pero asimismo otras modalidades singulares del medio rural, se están convirtiendo en «objetos de consumo». En una sociedad capitalista, basada en el mercado, donde todo se compra y vende, el carnaval es también un producto cultural comercializable (turistización de la fiesta). El carnaval «tradicional» tiene su enemigo mayor en el acelerado proceso de cambio y en la supuesta uniformidad que están produciendo los fenómenos de la globalización. Tendencia unificadora que se fortalece, asimismo, mediante el control municipal que implica la confección de un «programa oficial» que, miméticamente, copian unas localidades de otras. El carnaval urbano, más rico plásticamente, pero más mediatizado, tiene su máximo esplendor en Extremadura en las fiestas de Badajoz, Navalmoral de la Mata, Cáceres, Mérida, etc. En él pueden establecerse dos variaciones que muestran aspectos distintos de la fiesta: la oficial y la callejera. La 'versión consciente', domeñada, está presidida por altas cotas de institucionalización (pregón oficial, concursos, elección de reyes y reinas del carnaval, desfiles, celebraciones de bailes y otros actos en lugares cerrados y vetados o de acceso restringido al público en general, programación preestablecida e impresa, planificación mediante comisiones, asociaciones paraoficiales, etc.). Los concursos, los premios y la búsqueda de prestigio social motivan la rivalidad entre los grupos y la competencia entre las identidades socioterritoriales (pandillas-grupos de amigos, barrios, localidades…), las asociaciones, las comparsas y otras agrupaciones a través de la confección de exóticos y lujosos disfraces, así como de llamativas máscaras y fastuosos tótems representantivos de la filiación de las respectivas entidades. La 'versión informal', en cambio, es más espontánea y callejera; pero también más limitada y pobre en recursos estéticos.
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