Las puertas cerradas de un pueblo extremeño
Javier Cruces
Viernes, 21 de junio 2024, 07:40
En el año 2000, en Azuaga, yo estaba convencido de muchas cosas: creía, por ejemplo, que las noticias de la tele decían la verdad y, ... también, que coincidir en gustos con una chica era cómo si nos pusiéramos un anillo en el dedo. En esa época tuvimos varias visitas en casa de mis abuelos. Como las visitas, si no molestan al principio, molestan al final, vinieron aposta de forma escalonada para hacer más estropicio. A media mañana se acercó el tabaco para pasarle a mi abuelo la factura de los pitillos fumados, imponiéndole el castigo de no soltar jamás la bombona de oxígeno que le entregó. El Alzheimer llamó a la puerta meses después preguntando por mi abuela, aunque reconoció llevar años buscándola porque no se acordaba de la dirección. Se la llevó un lunes, pero nos enteramos el jueves porque, entre medias, durmió para no molestar.
Tenían, ambos, costumbres muy diferentes conmigo y todas relacionadas con llevarme a algún sitio a exhibirme como anhelo económico de la familia: «Este nos va a sacar de pobres» y, ahora, doy gracias a Dios porque ninguno llegó a ver cómo me hice profesor. Los viernes de vacaciones me llevaba mi abuela al mercadillo de los gitanos y a mí comenzaba a sudarme el cuerpo porque sabía que mientras estuviera manoseando los relojes Casio con luz, podía mirar de reojo los sujetadores de mujer. Antes de encontrar el atractivo en una mujer, lo encontré en lo prohibido. Allí, yo era el pequeño Aureliano Buendía que, en sus cien años de soledad, veía caravanas llevar a Macondo el imán, loros pintados de todos los colores, un mono amaestrado que adivinaba el pensamiento, máquinas para pegar botones y calmar la fiebre, un emplasto para perder el tiempo, jarabes para hacerse invisible y hasta un hombre que se convirtió en víbora por desobedecer a sus padres. Mi cumpleaños todos los viernes.
Mi abuelo, en cambio, daba largos paseos por el campo; acostumbraba a llevar un gorro de paja para proteger la formidable calva de los Márquez mientras buscaba debajo de las piedras otros problemas que endulzaran los suyos. Iba a los caminos a escucharse a sí mismo porque el blablablá del pueblo no le dejaba oír. Iba al campo a ordenarse la cabeza, a ordenarse el mundo. Había, a las afueras, un establo del ayuntamiento donde me llevaba a montar en burro por tres euros la hora y cuando murió le cambié a él y su gorro de paja por un par de amigos y unos cigarros sueltos.
Todavía hoy, veinte años después, recuerdo el número 78 de la calle San Gil antes de que cerrase sus puertas, como tantas se han cerrado ya en Azuaga. El sofá de mi abuelo incrustado en el suelo, Piqueras en la tele, el largo sillón de mi abuela con una inexplicable tabla de madera en las posaderas y el sofá de Dulci, una perra que tuvo el coraje de ser la primera en irse para recordarnos lo inútil del pensar y no decir; para que no olvidásemos que, al final de todas las cosas, siempre nos alcanza el día en que lamentamos que fueron pocos los besos y demasiadas las cosas dadas por hecho.
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