El día en que me pedían permiso
Javier Cruces
Viernes, 24 de octubre 2025, 02:00
Ocurrió que el otro día, repasando algunas notas para este artículo, encontré dos que escribí en cierto momento que no recuerdo. La primera, una obviedad: « ... aunque sea llamativo y se antoje contradictorio, hay una cierta falta de empatía inherente en el emisor de cualquier consejo». La segunda: «La biología engendra padres; solo la muerte los convierte en hombres».
Lo anoté en un chat conmigo mismo porque creo que en el momento de escribirlo quería decir algo profundo o hacer, qué sé yo, poesía. Quizá había bebido, circunstancia excepcional, porque solo bebo para estar de acuerdo con la gente, no conmigo; es decir, para dejar de pensar, no para pensar más. Conviene cuidarse de lo segundo. En fin, supongo que iba de eso.
El caso es que entendí que un padre no vive para sí, sino para volverse inmortal en el mundo de sus hijos. Que un niño crezca creyendo que su padre estará siempre es una fantasía necesaria: un modo de blindar la infancia frente a la certeza de que todo acaba. Por eso, cuando un padre muere, no se desmorona solo un hombre: se hunde una forma de creer en el mundo. Pero es entonces, precisamente en la muerte, cuando el padre se vuelve eterno de verdad: ya no como presencia, sino como algo más grande. En cómo se le recuerda en las cenas. En los parecidos físicos que menciona su hermana, agarrándote de la barbilla. En los gestos, en sus silencios que ahora son tuyos. En esa manera suya de estar incluso cuando ya no está («Te fuiste, pero qué manera de quedarte»). Tal vez no sea casualidad que entre paternidad y eternidad solo medien unas pocas letras y toda una vida.
En 2015, David Gistau publicó en 'XL Semanal' 'Las rueditas traseras', un texto en el que repasaba los momentos en que la edad adulta asoma: las ruedas de la bicicleta, el primer sexo, la muerte del padre. Uno lamenta no recordar las primeras, porque con mi primera calada tampoco conseguí sentirme más mayor: solo un poco asmático y, dicho sea, algo más canalla. Mi momento llegó tras el funeral. Fuimos a cenar unos quince. Pedimos cerveza y vino porque a él le habría gustado así. Y a nosotros, también. Entre los vasos apareció una cerveza de más y todos reímos con la seguridad de que esa se había pedido desde el cielo. Su amiga P. me pidió permiso para bebérsela y yo asentí, porque el alcohol, en el fondo, es cosa de amigos. Era la primera vez que los amigos de mis padres me pedían permiso para algo. Soy el pequeño y mi autoridad, hasta entonces, había sido de juguete. Aquella noche, entre silencios y vasos, entendí que, tal vez, una de las cosas de ser adulto es continuar la conversación que él había empezado: hablar menos, escuchar más, y aprender a vivir con lo que ya solo se dice por dentro.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión