La fábula del cangrejo
LA BRECHA ·
El termómetro marca cada día un grado más y recuerdo con estupor la fábula del cangrejo, que nadaba feliz en una olla de aguas templadas y murió hervidoJacinto J. Marabel
Lunes, 14 de agosto 2023, 07:28
Estos días se cumplen cincuenta años de una invasión silenciosa. Se conmemora el medio siglo de entrada en Extremadura del cangrejo rojo americano, 'Procambarus clarkii', ... que no mucho más tarde acabó colonizando los ríos españoles. Como toda invasión que se precie, la del clarkii también fue orquestada con el beneplácito de la más rancia aristocracia europea: el 17 de junio de 1973, el archiduque Andrés Salvador de Habsburgo-Lorena y Salm Salm, biznieto del emperador Francisco José de Austria, soltó 480 ejemplares procedentes de la cuenca baja del Misisipi en una finca arrocera de Malpartida. El resto ya se lo puede figurar: el cangrejo americano entró a saco, desplazó al autóctono hacia las cabeceras de aguas frías de los cauces y desde entonces campa a sus anchas, devorándolo todo a su paso.
Como la Humanidad no escarmienta, me temo que no tardaremos mucho en celebrar más gracietas ecológicas de este tipo, como la de soltar una pareja de manatíes en el Guadiana para que se coman la sopa de camalote que lleva años pintando de verde la superficie. El negacionismo es una seudociencia de parches medioambientales, que tira del refranero castellano para fundamentar sus demenciales teorías y que últimamente ha puesto en boga el de la mancha de mora, que con mora roja se quita. Recuerdo que en lo más crudo de la pandemia, cuando las muertes diarias por covid se contaban por millares, el presidente Trump saltó a la palestra y sugirió que debíamos inyectarnos lejía en vena para terminar con el virus. Este hombre, que ya por entonces lideraba legiones de negacionistas y había retirado a su país de los acuerdos internacionales sobre el cambio climático, está a punto de regresar al Despacho Oval, así que Dios nos pille confesados cuando proponga orbitar paraguas gigantes para proteger la Tierra de las radiaciones solares.
Creo que seguimos despreciando un tiempo precioso. Perdemos por goleada el partido en el que nos jugamos la supervivencia del planeta y sacamos ocurrencias en el tiempo descuento. Lo esencial, lo verdaderamente importante, queda arrumbado por la cortedad de miras, y mientras los medios de comunicación nos entretienen con las miserias de la política y las redes sociales se llenan de excentricidades y videos absurdos, protagonizados por inmaduros 'influencers', el plazo para encontrar soluciones se agota. El tiempo transcurre inexorable ante la pasividad general porque el ruido no permite escuchar las voces de los pocos cuerdos que aún nos quedan, y todos vivimos anestesiados, embotados los sentidos y menguada la capacidad de pensar.
Cada vez me cuesta más juntar dos letras y, poco a poco, me voy dejando vencer por la modorra. En la calle, el termómetro marca cada día un grado más y recuerdo con estupor la fábula del cangrejo, que nadaba feliz en una olla de aguas templadas y murió ignorando que iba a ser hervido, ajeno al cocinero que subía lentamente el fuego. Arde la calle, pero en lugar de apagar el incendio nos solazamos tarareando a Radio Futura.
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