Primavera con runrún de motosierras
En Gaza el apagón de la luz dura ya más de un año y el número de víctimas es similar al de la bomba atómica de Nagasaki
Eugenio Fuentes
Sábado, 3 de mayo 2025, 23:31
Camina uno por la dehesa en esta primavera excepcional y no puede pasar en silencio ante la maravilla que contempla. En las montañas con árboles ... de hoja caduca, en Las Villuercas de castaños y en los robledales del norte cacereño, en la Siberia de la berrea, llena de ciervos de niebla y humo, la estación más espectacular es el otoño. Pero es la primavera la que brilla en los 12.500 kilómetros cuadrados de dehesas de Extremadura, en un territorio mucho más extenso que todo el País Vasco. Si es prodigioso lo que les pasa a los bosques rojizos en otoño, que parece que arden con un fuego interior, en primavera la magia explota en la dehesa, que parece que tiene dentro el mar.
En la dehesa, los árboles sí dejan ver el bosque y caminando entre las encinas de cuero no se añoran otros paisajes más abruptos. Y quizá por eso en los meses de mayo de la infancia el tema se convertía en uno de las tareas escolares más cansinas: escribir una redacción sobre la primavera.
Qué alegría estas lluvias bíblicas que han inundado el campo y han hecho crecer una hierba que llega a la cintura y alegra el alma. Porque si no hay hierba, no hay flores; y si no hay flores, no hay abejas; y si no hay abejas, no habrá flores, y entonces a ver cómo conseguimos que el mundo huela mejor y respirar un aire más limpio. El agua sigue presente en todas partes, en charcas que parecen lagunas, en lagunas que parecen lagos, en pozas que rebosan con su nata de limos, en arroyos y riberas que bajan tumultuosos, jaspeados bajo el sol, y arrastran el polvo de tres años de sequía.
Dos meses más y si toda esta hierba no ha servido de pasto para los animales, se convertirá en combustible para los incendios. Pero ahora mismo el campo entero es un espectáculo supremo. Aunque algunos colores de la primavera todavía están tiernos e inmaduros y las copas de los árboles se quedan en un licuado verde lima, ya han cuajado las flores de la jara, de la retama y de las humildes margaritas que derraman su leche entre los cuchillos de las pizarras.
Quizá a los partidarios de la rigidez militar del invierno o de la prudencia otoñal les puede cansar toda esa vocinglería de pájaros y flores, todas las sinuosidades de una vegetación enloquecida, los retorcidos arabescos de la hiedra, la explosión de aromas del jazmín o de las rosas que exhiben su aristocracia de sangre.
Pero para la mayoría es un placer caminar por estas dehesas donde pastan las manadas de encinas y donde la vida estalla incontenible con su despliegue hormonal, con la flora y la fauna entera entregadas a los apareamientos. O salir a una merienda campestre, a tumbarse en la hierba cálida y esponjosa y apoyar la cabeza en las caderas de mayo mientras croa contento el ranerío y aumenta la estatura de las mariposas, que liban en las tabernas de las flores y casi se ve cómo engordan hasta el punto de que, si siguen atiborrándose de polen, no podrán salir del cáliz. El aire está lleno de caramelos y las golosas abejas, con los hombros cargados hacia sus colmenas, zumban de felicidad. Las cigüeñas se ceban con lombrices, ranas y lagartos y crotoran desde las altas torretas que evacuan la energía eléctrica de las renovables. Las serpientes mudan de piel y dejan en cualquier piedra sus camisas. En los troncos podridos de los árboles muertos comienzan a eclosionar los huevos de un millón de insectos.
Y mientras la naturaleza se despliega feliz y enloquecida en estos carnosos días de primavera, también crece en el mundo otra locura peligrosa y se extiende de forma contagiosa un runrún de motosierras, un exceso de testosterona, una fiebre de autoritarismo, un sarpullido de alergias a las ideas del otro, un populismo que arrastra a masas cada día más numerosas, una plaga de bulos que no respeta ni a gobiernos ni a cónclaves, ni a lo civil ni a lo religioso.
En las noches de Gaza son tan atroces los ataques de Israel que hasta parece que la luna cierra los ojos para no ver lo que allí está ocurriendo. En la Franja, el apagón de la luz dura ya más de un año y el número de víctimas es similar al de la bomba atómica de Nagasaki. En las noches de Ucrania, cada día más exhausta, continúan los bombardeos de Putin, tolerado por un Donald Trump feudal que considera que el mundo entero es su vasallo. Y en un país aquí, en otro país allá, toman el poder caudillos nacionalistas que hablan de las razas y de la pureza de la sangre y de cosas así.
Hasta parecen debilitarse las democracias europeas que, en lugar de entregar en cada elección el poder a los gobiernos, se lo entregan a los fabricantes de chips, de modo que los imperios que no han logrado imponer las armas los están imponiendo los dueños de las tecnológicas.
Temerosos e inquietos, alzamos la vista hacia la chimenea del Vaticano con la esperanza de que la próxima semana no salga elegido uno de aquellos antiguos papas de entrecejo severo, uno de aquellos Urbanos y Alejandros que cuando extendían la mano antes era para reñir que para bendecir.
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