Enero cuesta
troy Nahumko
Sábado, 21 de enero 2023, 08:54
Nunca es buena señal despertarse por la mañana y, desde los cálidos confines del edredón de tu cama, ver cómo exhalas un halo de frío ... por encima de ti. Cada exhalación te recuerda al frío que hace fuera del abrazo de tu nórdico. Ese mullidito escudo que actúa como barrera entre tú y el gélido y cruel mundo invernal que te espera más allá de tus pies calentitos.
Hace treinta años partí de un lugar helado cercano a la cima del mundo. Fui a nacer en la última ciudad que puede considerarse como tal, en lo que algunos han denominado el Nuevo Mundo. Un lugar donde comienza la legendaria autopista de Alaska y donde el verdadero norte se abre camino y se desliza por la tundra y el hielo hasta llegar al Polo.
Solo tras años de viajes llegué a la muy canadiense conclusión de que, en la mayoría de los lugares del mundo, siete meses al año no tenían por qué vivirse con la dolorosa realidad de temperaturas de treinta bajo cero y el constante peligro de que se te puedan congelar las orejas. Desde aquel día, me convertí en lo que yo llamo un refugiado climático y he buscado lugares donde vivir que no sufran condiciones tan extremas. Sin embargo, acabé, irónicamente, en un lugar que lleva ‘extremo’ en su nombre.
Como canadiense aquí en Extremadura, a menudo me preguntan cómo es posible sobrevivir a los inviernos en un lugar rodeado de nieve y hielo donde las temperaturas a menudo pueden pasar semanas a treinta bajo cero. La respuesta es relativamente fácil. En Canadá, el único momento en el que se pasa frío es cuando se está en el exterior. Un lugar que evitas en la medida de lo posible viajando directamente de la calefacción del coche a la calefacción de un edificio. Sería impensable vivir sin calefacción; sería literalmente una cuestión de vida o muerte.
Pero aquí, en Extremadura, a resguardo bajo la cordillera central de los temporales del norte, se encuentran muchos hogares cuya única fuente de calor es un brasero o un radiador. Artilugios que quitan el hipo al frío pero que consumen alegremente gigavatios de las extorsionadoras compañías eléctricas y que solo se encienden cuando las manos empiezan a ponerse azules.
Mientras que el cambio climático y sus efectos quedaron patentes el verano pasado, esta semana ha vuelto el invierno y el frío que lo acompaña. Esta fría realidad quedó reflejada en algo que una amiga publicó recientemente en Facebook. Se trataba de la portada de la revista New Yorker en la que en un número de enero aparecía una especie de calendario de adviento repleto de diversas emergencias climáticas. El lunes era gris, el martes húmedo, el miércoles con niebla, el jueves helado y el viernes frío, húmedo, gris y con niebla, cada semana peor.
Viendo mi aliento extenderse ante mí, me invade la ciega e ilusoria esperanza de que el cambio climático, como ciertas aves estacionales, sólo nos visite en los meses de invierno. Todavía nos queda al menos un mes más de frío, pero como mi amiga comentó en su post, ¡menos mal febrero es tres días más corto que enero!
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